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jueves, 7 de junio de 2012

UNA PEREGRINACION SENEGALESA

A lo largo de mi vida he realizado varias peregrinaciones: Lourdes, Camino de Santiago y recientemente la llamada Khora al Kawaguebo en el lejano Tíbet. De la primera, poco me acuerdo. De la segunda, todos tenemos sobrada información. De la última, ya compartiré, cuando se tercie, aquella excepcional experiencia con vosotros. Sin embargo, tengo que revelar que hay además una cuarta peregrinación y la única realizada por motivos exclusivamente profesionales, por difícil y extraño que pudiera parecer, que resultó del todo inolvidable y no precisamente por acontecer justo en el mismo momento en el que España jugaba la final del Mundial de futbol. Una inmemorial peregrinación a una aldea perdida en la región oriental de Senegal,  cuyo nombre me vais a permitir no cometer la indiscreción de revelar.

Aquí va la parte publicable  del informe que envíe a quienes a su vez  me enviaron a tan peregrino destino como peculiar misión.

Nada más llegar a la aldea, y tras adelantar en el polvoriento camino a muchos centenares de devotos peregrinos, el marabú, hijo del difunto Khalifa General de una de las cuatro mayores  cofradías senegalesas, me  recibió muy afectuosamente. Como si estuviese esperándome  solo a mí y entre un tan piadoso como multitudinario  gentío me invitó a entrar en una amplia choza que, bien aireada, albergaba unos cincuenta peregrinos que ya habían llegado a culminar su largo peregrinar. Mientras todos los fieles estaban sentados en el suelo, el marabú hizo que nos trajeran  dos sillas, una para él y la otra para mí, desde donde no perdería detalle. No sé la de él, pero debo indicar que mi silla flaqueaba bastante de una pata, hecho que me relegaría  a un precario y angustioso equilibrio en busca del decoro y la corrección protocolaria que la situación exigía. Esta primera  ceremonia consistía en que cada uno de los fieles se le iba acercando, en riguroso orden y siempre agachados o sentados,  a contarle sus penas, sus alegrías y a compartir  sus plegarias. Cada confesión acababa de la misma forma: Bendición por un lado y  algún óbolo por otro, ya sea bajo la  forma de billetes, comida, animales, u otros objetos más o menos inservibles o incluso algunos de cierto valor. Con la habilidad que solo da la experiencia, el marabú hacía desaparecer todas las ofrendas bajo las insondables profundidades de su inmaculado sayón blanco. Entre peregrino y peregrino me hacía alguna pregunta de carácter profesional,   cuya respuesta nunca llegaba a desarrollar a mí gusto al ser sistemáticamente interrumpidos por los focos de las diferentes televisiones que cubrían el evento. “Ya hablaremos más tarde “me dijo sensatamente, medio en wolof, medio en francés.

Sentada a mis pies se encontraba asimismo Sokhna Aminata,  la muy despabilada hija del santón, mismos ojos, mismas facciones, que compartiendo nombre con la esposa más conocida del profeta  se entretuvo en hacerme cosquillas en mis pies descalzos con todo tipo de objetos, pajitas y plumas, entre otros,  y otras travesurillas y carantoñas más o menos inocentes que me procuraron gran esparcimiento para poder amenizar  el lento transcurrir del largo evento ceremonial protagonizado por su padre, sin mencionar la evidente pérdida adicional de equilibrio que todo este cariño suponía sobre el que ya por si solo me ofrecía la frágil silla de plástico en donde me asentaba. Tras dos inolvidables horas de incesantes atenciones de su hija, el marabú  me invitó a que me fuera a la azotea de su casa a descansar.


Allí, en medio de una docena de hacendosas mujeres que llevaban a sus churumbeles enfajados a sus espaldas  y que se afanaban como locas  a pelar y cortar un inmenso cerro de cebollas coloradas,  tendido en una gran alfombra azul y bajo un toldo de fortuna, intenté descansar. Al socaire de este parloteante y laborioso gineceo me permití mantener un ojo abierto al acecho de cualquier visión de marcado interés antropométrico, o, incluso fotográfico, así como cualquier  comportamiento de destacado valor antropológico. Tras varias horas y una vez consumida toda el agua del enorme perol me dieron de comer un inolvidable Chebou-Yiap, arroz con carne,- para entendernos-, el cual, horas después, y muy a mi pesar, me vería obligado a devolver.


Ya por la tarde y con el tímido languidecer de la tenaz canícula local, a falta de cinco minutos para las seis, un propio me vino a buscar. Ante el total desconocimiento de mi destino y del programa de festejos que este nos pudiera deparar, le pregunté si era el momento adecuado para darle un presente al marabú. Mientras me explicaba que aún no lo era me condujo por las polvorientas calles  hasta  la  mezquita mayor del poblado. Una vez en el sagrado recinto y descalzado y escoltado por seis gigantescos gendarmes los cuales, aunque también descalzos por respeto a tan santo lugar  portaban,- a mi modesto entender de forma algo irreverente-, unas enormes y amenazantes ametralladoras, nos fuimos abriendo paso lentamente entre una muy  abigarrada congregación de fieles que, sentados, iban todos clavando la mirada sobre esta particular comitiva recién llegada solo compuesta por el cronista de este evento y sus descomunales y bien pertrechados guardianes.

Así pues, bien protegido y rodeado de este cuerpo de elite, me condujeron por fin al santo sanctórum de la mezquita. Dentro de la umbría propia de todo templo, destacaba claramente un cuadrilátero especialmente bien iluminado por los focos de las televisiones en donde, en lugar preferente y sentados en grandes sillones, se encontraban las autoridades que parecían todas ellas ungidas por un halo de cierta santimonia. El santón me invitó ceremoniosamente a sentarme en el suelo al lado suyo y en medio de la alfombra que centraba toda la ceremonia no sin antes presentarme a dos ministros, un par de califas colegas y otros tantos gobernadores. Mis obligados “salam malekoum” irrumpieron en el silencio sepulcral del  multitudinario recinto religioso. La protocolaria simetría de sus respectivas  respuestas,-“malekoum salam”.-, también.

Todo había sido previsto para que mi llegada teatral  adquiriera la máxima relevancia y notoriedad escenográfica. Comenzaron, acto seguido, una larga retahíla de salmos e invocaciones. Debo de confesar que la ceremonia, gracias a Dios, no duró más de una hora. Un joven fiel, micrófono en ristre, repetía y amplificaba las plegarias casi inaudibles de un viejo oficiante a no más de dos metros de donde me encontraba con las piernas penosamente plegadas. Con el fin de olvidar los cada vez más frecuentes calambres que empezaban a atenazar mis oxidadas articulaciones, me entretuve con la muy socorrida observación sociológica. Y debo mencionar el hecho singular que entre los varios cientos de fieles allí congregados no encontré a más de tres o cuatro mujeres: La madre y la madrastra del marabú y alguna más. Notable el hecho y notables ellas, que sin alcanzar ese grado de excelencia social no pueden acceder a tan sagrado lugar.

Acabado el ceremonial y tras las obligadas fotos junto al retrato del difunto califa padre, busqué mis zapatos religiosamente abandonados a su suerte a la entrada de la mezquita. Encontré el izquierdo. El derecho apareció varios minutos y bastantes metros después de ser arrastrado por una ingente riada  de fieles asistentes  y penitentes.

Una vez calzado, el marabú me cogió de la mano. Todas las autoridades que ya salían disparadas hacia sus cochazos blindados y todo el pueblo llano de esta aldea perdida, vieron este gesto de un más que simbólico enlace fraternal. Debo de reconocer por mi parte que desde mi posición preferente no alcancé a distinguir entre la multitud  a ninguna de las autoridades que me habían asegurado la víspera su segura asistencia a la ceremonia: Al  Gobernador de  la región, al Presidente del Tribunal Regional y al Director del Hospital Provincial, entre otros. Pero me consta que ellos sí me divisaron tal como me lo confirmaron días después.

Seguimos así, en olor de multitudes, cogidos de la mano en un paseo triunfal por las atestadas  calles de la aldea que, con todos los respetos y diferencias, me recordó la llegada de Jesús a Jerusalén el Domingo de Ramos, confiando, eso sí, que la coincidencia de situaciones no se extendiera también al fatal y muy conocido desenlace de aquellos acontecimientos que marcaron el nacimiento de una nueva era.

Saludábamos a todos a la par, a diestra y siniestra, mientras que la chiquillería  empezaría vociferar Touba, Touba, (hombre blanco, hombre blanco). Debo de confesar que de los varios miles de fieles que acudieron a la llamada a la oración del marabú, era con toda seguridad el único Touba. Pero el conjunto de los acontecimientos me sorprendieron tanto que aun pienso como sucesos así pueden todavía ser vividos en pleno siglo XXI.

La inercia del efecto de nuestro entrelace de manos me lleva también a recordar que durante un buen rato después de habernos desenganchado, media umma, media congregación de fieles musulmanes y romeros se me acercarían  respetuosamente a dar la mano al Touba-hermano-del-marabú en un acto de  confraternización callejera  repartidos entre la curiosidad por mi singular condición de foráneo y la búsqueda de cierta notoriedad popular, de la que de aquella puedo confesar que forma parte esencial de mis aficiones viajeras y de esta solo puedo añadir no estar en absoluto familiarizado.

Mientras pensaba que solo me faltaba por oír el ensordecedor ruido de las odiosas trompetillas futboleras, juntos, y todavía cogidos de la mano, visitamos un par de casas de los notables, en donde sendos ancianos me bendijeron tras leerme las manos ceremoniosamente, en un acto no exento de riesgo tal era la aglomeración que, arropándonos profusa y apasionadamente, no quería perderse detalle de tan docta lectura.

Finalmente llegamos al patio de su casa y nos colocamos sobre dos alfombras dispuestas a tal efecto. Nos trajeron dos sillas, pero el marabú ni tan siquiera se sentó dejándome solo en tan privilegiada posición frente a sus numerosísimos invitados. La pequeña  Sokhna Aminata, con el cabello profusamente engalanado de perlas rosas, estratégicamente emplazada, no  separaría, durante toda la ceremonia, la inocencia casi terminal de sus escasos diez años ni tan siquiera medio palmo de mí.

 Comenzaría allí un larguísimo festejo litúrgico  que no paró hasta la llegada de las primeras luces del amanecer. Tambores, bailarines, orquesta y coro de santones. Todo muy islámico, muy casto, muy religioso. Muchos velos y poca espontaneidad tópica de lo que consideramos la ritualidad africana más asilvestrada. Lo siento. Aunque confieso que la esporádica irrupción de alguna que otra jovencita impropiamente descocada y sus casi procaces ademanes, bamboleantes encantos y sugerentes hechuras me devolverían fugazmente a los innegables peligros que ofrece el  siglo de la globalización.

Mientras tanto el marabú, al igual que por la mañana, no paraba de repartir bendiciones y recibir ofrendas y contraprestaciones sin fin, para luego, tras sumergirlas previamente  en su inmenso sayón,  repartirlas generosamente  entre los muchos necesitados de su propia umma.

Tras varias horas de permanecer religiosamente sentados en el suelo, mi anfitrión y aun sin haber podido hablar tranquilamente con él, se apiadó de mi y con un cariñoso “debes de estar adolorido, no estás acostumbrado a esta postura”, me permitió que me retirara.”Charlaremos mañana”. Manguidem. Nos vemos pronto.

Pero en el interminable transcurrir del acontecimiento religioso, nadie, ni tan siquiera el muy ocupado santón, había interrumpido el cansino ritmo de los salmos y había pensado en asignarme aposento alguno para pernoctar. Su secretario y buen amigo mío había a su vez desaparecido devorado por la piadosa  multitud.

Ante tal tesitura podría haber cogido el coche y marcharme por las dos horas nocturnas de  pista polvorienta que me separaban del  hotel más cercano. Pero, de haberlo hecho, no hubiese culminado del todo mi delicada misión; por lo que tuve que improvisar un tanto. La cuestión devino ardua puesto que había varios miles de fieles que desbordaban con creces la capacidad de acogida de estas hospitalarias gentes y de su pequeña aldea. Cada uno se buscaba un precario acomodo nocturno. Ya sea bajo los  muy patriarcales arboles de la plaza o en los tremendamente cotizados patios de las casas. Incluso cientos de peregrinos se subían a los techos de los autobuses para pasar buenamente la noche ahí arriba al resguardo de las muchas eventualidades que pudiera ofrecer la acechante noche subsahariana. Cada uno se buscaba la vida como mejor podía. La ley de la selva estuvo a punto de hacer su aparición.

Afortunadamente una buena samaritana  se apiadó de mi aparente indefensión de lejano peregrino dejándome un colchón, cuya descripción,- por motivos puramente estéticos y diplomáticos-, prefiero omitir. Más tarde, otra mujer, quiero creer que del entorno del marabú, apareció con un impecable juego de sábanas marrones que iluminaron la noche con sus dibujos cuajados de enormes margaritas blancas.

El lecho en cuestión y sus floridos embozos fueron muy bien recibidos, y ahora pienso que no solo por mí. Y de aquella manera extendí el colchón y sus floreadas sabanas en medio de la inmensidad de la noche africana, allí mismo, al raso. Y así pasé la noche, en medio de aquella perdida aldea del Sahel africano,- ese inmenso y tórrido territorio que ni es desierto, ni es selva-, rodeado de unas cuantas docenas de peregrinos que, como yo, buscaban el merecido descanso a tan polvoriento peregrinar bajo un cielo más amenazante que estrellado, pensando sosegadamente que, estando tan sumamente bien acompañado cualquier alimaña se hartaría con el inmenso festín que encontraría en su camino antes de prestarme atención e interrumpir mi merecido descanso.

Quien no conozca África debo de decir que su impronta es absolutamente omnipresente. Tanto de día como de noche. Y ahí pude comprobar que efectivamente a pesar del sueño que me embargaba no perdí la noción de mi exacta ubicación: Estaba en África, no cabía duda;  porque primero, con cierta timidez, pero, luego de forma más descarada, aparecieron en la negrura varias oscuras figuras que quisieron comprobar si mi privilegiado campamento de fortuna estaba también sujeto a las normas de la generosa hospitalidad y solidaridad- la teranga- que imperan tradicionalmente por estos vastos territorios del occidente africano. Unos comenzaron primero reposando las cabezas, otros los pies, uno más tarde incluso medio cuerpo; total que poco a poco mi precario tálamo personal devino colectivo llegando en mi duermevela incluso  a emular aquel cuadro paradigmático del romanticismo francés,- “La balsa de la Medusa”, de Gericault-, en donde se representa magistralmente los restos de un naufragio de un barco esclavista, acontecido precisamente frente a las costas senegalesas a comienzos del siglo XIX, en el  cual, a la sazón negros y blancos supervivientes se aferraban por igual a su  precaria tabla de salvación.

Bien entrada la noche, en vez de por fin lograr la culminación de ese mito sicalíptico de todo Touba que se precie de ser plácidamente abanicado por una sugerente nativa de ébano, una más que muy considerable, carnosa y jadeante “mamie africaine” intentó una maniobra de aproximación a nuestra patera colectiva, o, más bien, colectivizada, en busca de una añorada solidaridad local. Intuyendo la buena mujer que la segunda ley de Newton le garantizaba por diferencia de masas una posición aventajada, puso un pie y media de su nada discreta asentadera dispuesta a conquistar el reducidísimo espacio de intimidad que aun quedaba en el atiborrado lecho compartido, no quedándome por lo tanto más remedio que realizar un brusco cambio de posición a la que mis compañeros periféricos de infortunio respondieron sublevándose al unísono e impidiendo así que la abultada matrona alcanzara a ser titular de derechos de usufructo o cualquier otro status de  privilegio a costa del mío y del que ya hacía horas habían consolidado también mis discretos compañeros de “naufragio”. 

Con la llegada de las primeras luces del alba, los tambores y los salmos religiosos se fueron apaciguando y poco a poco permitieron a los náufragos de esta patera noctámbula conciliar un tan ligero como anhelado sueño, una vez recobrado el silencio y sustituidos los cánticos por el croar de las enormes rapaces que, hambrientas, poblaban aquel entreverado amanecer africano.

Ya por la mañana me quedé con ganas de agradecer a la organización de la romería que nunca fuera desbordada por la presión de tan peregrinos avatares. Simplemente quizás porque no llegué nunca a ver atisbo alguno de tal organización. Tampoco quiero entrar en nimios detalles escatológicos sobre las condiciones higiénico-sanitarias del evento en donde una tranquila aldea se vio invadida por varios miles de devotos romeros y sus muy humanas necesidades que acudían en masa  a la llamada de nuestro amigo el marabú. Aun así, debo decir que me sorprendió, dentro de la absoluta precariedad de medios, la enorme dignidad de este pueblo muy superior, y ello no me cabe la menor duda, a la de otros pueblos del llamado Primer Mundo cuando excepcionalmente se ven sometidos a tal estado de vulnerable   desafección.

Mucho más tarde, aliviada mi blanca humanidad de los restos de la hospitalidad africana recibida, y en un denodado esfuerzo por volver a hablar con el santón en privado, pude finalmente ser recibido en sus aposentos: Se encontraba tumbado en su cama y como buen anfitrión fui invitado a hacer lo mismo. Hecho que para nada es analizable con nuestros ojos occidentales como si se tratara de un escenario marital, procreativo o para el simple y solaz esparcimiento, sino que en estas latitudes compartir lecho para conversar alcanza una altísima consideración protocolaria y social.

  Una vez los dos cómodamente instalados en su lecho, con voz tan firme como  vehemente, el líder religioso fue expulsando uno a uno a todos los fieles y admiradoras  que a docenas querían compartir, como yo, mi condición de huésped de honor,  su  lecho,   nuestras confidencias y quién sabe si hasta otras cosas…

Fue breve, pero finalmente acabé besando al santo. Custodiado todavía  por la intimidad de tan solo  media docena de personas  de su irreductible y más cercano entorno que se resistieron a dejarnos solos, pude hablar lo que necesitaba con él y entregarle simbólicamente el regalo que constituía mi tan singular como humanitaria  misión. Pensé que era una verdadera lástima que fuese el único testigo “touba” en poder vivir estos inolvidables momentos. Y bien sabe Dios que no lo digo en absoluto por la noche peregrina y tan toledana como africana; ni tan  siquiera por el inolvidable Chebou-Yiap, que ningún débil estomago blanco tuvo la ocasión de disfrutar y compartir conmigo.

Bendecido y otra vez escoltado por miembros mandinga de la gendarmería pude salir con bien de la multitudinaria peregrinación y regresar a mi lejano hotel para recuperarme, con los escasos privilegios que dicha instalación ofrecía, de tantas emociones y vivencias inenarrables. Manguidem santón.


Desde Senegal con 48º, a 11 de julio de 2010.

N.B. Me acaban de comunicar que este año me toca volver a peregrinar y ver a mi amigo el marabú. Ya os contaré. Inshalá.


Fernando Diago
Aprendiz viajero

viernes, 4 de mayo de 2012

AKHENATÓN Y SU REVELADORA HEREJIA: EL ORIGEN DE DOS PASIONES.


“Ninguna divinidad bulle en olla hirviente, ningún espíritu preside ni mora en el volcán, ningún demonio ululante se desgañita por la boca de los lunáticos”.


                                                                                                      Edward Burnett Taylor

Mas que un viaje en sí mismo o la simple descripción de un bello destino turístico lo que sigue a continuación podría definirse como la crónica de un recorrido mental originado por unos incontrastables hechos históricos que quiero dar a conocer  con el fin de que todo aquel que tenga a bien avanzar en esta lectura, o, tenga entre sus planes visitar Egipto, se anime,- si no lo ha hecho ya y tal  como yo lo hice en su momento-,  a profundizar y conocer a la sin par civilización de los faraones.

Todo comenzó con una simple y  pequeña guía de viajes que me hizo de alguna forma cambiar de perspectiva y hasta me atrevería a decir que de rumbo: Tras asistir a un Congreso me habían invitado a  disfrutar de lo que luego sería una  inolvidable travesía por el Nilo. De entrada debo de confesar que gracias a esta guía  me convertí en  nilótico declarado, pues hasta entonces no había sucumbido en demasía al poderoso  influjo de estos parajes milenarios. Pero lo más relevante es que  probablemente su  apresurada lectura e incompleta información fueran las que me impulsaran a  intentar despejar  algunas encrucijadas que se me  habían aparecido a lo largo de mi singladura personal  entre lo concreto y lo abstracto, entre la física y la  metafísica, y, por extensión, entre la razón y la fe.

Siendo fiel a una costumbre bien asentada en toda preparación previa a cualquier viaje a lo desconocido,  me había comprado aquella sencilla guía de viajes  para tener una mínima perspectiva de las maravillas que iba a contemplar. A pesar de la ligereza con la que tal  librillo te trasladaba a otra época, constaté en mis propias carnes  lo mucho que ignoraba sobre estas culturas y saberes  aquel día de noviembre de 2002,  en el que recostado sobre una cómoda tumbona en la cubierta de aquel lujoso crucero fluvial,  nos dirigíamos directamente hacia la antigua Tebas y a sus incomparables centros espirituales de Luxor y Karnak.

En mi ignorancia creía aun disponer de tiempo suficiente para enfrentarme al prodigio de la civilización de los faraones  sin tener que avergonzarme por completo de mí escaso conocimiento sobre aquellos deslumbrantes templos y obeliscos. Solo precisaba de unos pocos minutos, porque la  lectura no daba para más que para obtener, aunque solo fuera unas cuantas referencias y  unos hitos a los que asirme y desenvolverme mejor entre aquellos milenarios e impresionantes vestigios arqueológicos.

Precisaba saber algo más de lo poco  que sabía antes de llegar,  que era, como digo, bien poco, porque luego, una vez en el enclave monumental, acostumbro a retirarme de la riada de visitantes en busca de algún solitario recoveco merecedor de ser registrado fotográficamente. Mientras,  a la par, me permito   desdeñar de forma algo altanera, lo admito,   el repetitivo quehacer de  unos guías que, por regla general y salvo honrosas excepciones, desempeñan su papel mediante la simple transmisión de unos datos que hoy por hoy están al alcance de cualquier clic y por lo tanto, resultan en muchas ocasiones perfectamente obviables in situ.

Plácidamente, desde mi hamaca,  observaba el lento transcurrir de un paisaje cargado de sencillez y de grandiosidad. La majestuosidad del Nilo, su omnipresente luminosidad, la agradable sensación de dejarse llevar por aquel imponente caudal  me trasladaron  mentalmente a mis orígenes y a mi época de formación humana y académica. Añoro ahora  también aquel sentimiento revivido, aquella agradable e íntima sensación de hacer tuyo el sosegado principio heraclitiano de que todo fluye. Principio que, por otra parte,  me ha acompañado siempre en los momentos más intensos  y delicados de mi existencia y que, por afinidad metodológica más que por  simple  e inerte indolencia, suelo aceptar a pies juntillas.

Asimismo recuerdo también como sentí una especie de punzada que me demandaba un cambio de orientación. Comprendí que debía volver a mis autenticas fuentes, a  aquel estadio de ebullición vivencial que  abandoné paulatinamente  por un cumulo de afanes y compromisos que me habían tocado afrontar, por unas circunstancias nada originales y si bastantes comunes a una  mayoría, y  que como a mí,  habían atemperado nuestras ansias y retrasado el culminar de buena parte de nuestros sueños de ver, conocer y viajar. Sentí, en definitiva, que debía  iniciar una nueva etapa por el alargado y curvilíneo río de la vida.



Ni tan siquiera recuerdo el paradero de la pequeña guía en cuestión, pero sí  del especial énfasis que ponía sobre la relación existente entre la  cultura egipcia y  su religión. Entre fechas y croquis, enclaves  y dinastías me llamó poderosamente la atención  la figura del primer hereje conocido, el faraón   Akhenatón. Conocido  también  por Amenofis IV, debe  en realidad  su celebridad más   por haber sido  el esposo de la bella Nefertiti  que como  inductor ideológico en el proceso de imponer una  divinidad suprema por encima de las demás deidades, y por haber trastocado así un orden social e ideológico  que imperaba por milenios en las fértiles riberas del Nilo.

Allí, en el umbral de unos vestigios incomparables y muestra imperecedera de la grandeza de esta milenaria civilización, me hube de preguntar ¿Por qué oscuras razones se le ocurrió al faraón Akhenatón imponer una  divinidad suprema y tensionar al máximo el estable orden social que la antigua fe representaba?.

A medida que iba deslizándome por el Nilo la respuesta iba apareciendo poco a poco ante mis ojos mientras iba contemplando aislados palmerales, espectaculares ruinas y burritos trotones. Paralelamente,  también me iba sumergiendo en el tiempo  a la vez que contemplaba una franja muy  estrecha y extremadamente larga de riberas muy fértiles con  huertos bien cultivados rodeados de luminosos desiertos y ondulantes arenales que  me hacían en su conjunto revivir el escenario que había albergado la antigua civilización egipcia. Estas  rotundas circunstancias físicas  acompañadas de  la necesidad técnica de una reordenación constante  de las tierras fértiles  ante las cíclicas crecidas del Nilo, propiciaron una rápida centralización política allá, por el tercer milenio antes de nuestra era.



En años en donde la crecida del Nilo era menor hacía falta una autoridad incontestable y  de una burocracia diligente y carismática que acomodase a todos los súbditos en un  espacio  cultivable más reducido que en los años de mayor abundancia. Además, en los años de bonanza, de grandes crecidas que podían producir nutridas cosechas, se requería a su vez de toda una autoridad centralizadora  que almacenase reservas de alimentos y fuese capaz de repartirlas entre las zonas menos agraciadas y alargarlas durante la época de “vacas flacas”.

De esta forma, el faraón egipcio se convertía en el garante de un orden social que se sustentaba en un estado de crisis alimentarias recurrentes y el único capaz de hacer un reparto de tierras y existencias que fuera ampliamente aceptado como justo.  Para reforzar su poder y que este fuera realmente incontestado, los primeros faraones justificaron su entramado de hegemonía económica y socio-política incrustando en él una fuerte  ideología religiosa que pivotando sobre el Nilo potenciara su impronta carismática y su fuerte carácter teocrático.

   El faraón se erigía así en guardián del orden cósmico materializándose en Maat, una figura femenina que protegía a todos de Isfet que representaba el caos. Poco a poco, generación a generación, dinastía a dinastía,  el monarca adquiriría la cualidad de ser sobrenatural y como tal mediador entre hombres y dioses sin cuya presencia y actuación el mundo se destruiría. Pasaría  a ser hijo de Ré, divinidad solar, se identificaría  con Horus, divinidad del poder encarnada en un halcón y el Nilo crecía periódicamente  gracias a su exclusiva acción protectora. El orden y la justicia imperan. Alcanza la apoteosis.- transformación de ser humano a ser divino.- y con su muerte se  posesiona de  la eternidad. Sus tumbas, sus  mastabas e hipogeos  no son más que  universos en miniatura y las pirámides, en un país eminentemente plano, son escaleras hacia el cielo, el sol y la eternidad. Solo así podemos entender el descomunal esfuerzo en inversión, impecable diseño, inconcebible   realización técnica, larguísima  proyección de futuro  e ingente  mano de obra que requirieron sus colosales  monumentos en busca de la tan  codiciada eternidad.



Sin embargo  debemos de considerar que prevalecía la tendencia al politeísmo en esta sociedad de obras “faraónicas”. Cada ciudad tenía sus divinidades preferentes que en otros lugares eran consideradas secundarias. El faraón actuaba como aglutinante de todos los cultos sin que prevaleciera uno por encima de los otros y tenía en el clero sus más fieles representantes del orden.

Pero en el siglo XIV antes de nuestra era, Akhenatón promovió el caso más fascinante de experimento político-religioso además de constituir la primera herejía conocida: Heredero de las grandes conquistas de su padre, Amenhotep III, vio como también él  había ampliado su reinado hasta regiones bien alejadas del Nilo y  comprobó cómo sus nuevos súbditos eran ajenos del todo al influjo de su descomunal caudal e influencia. Por ello intentó situar a Atón, la divinidad del disco solar, y, deidad prevalente en Tebas, por encima de las demás y relegando al muy adorado  Amón a ser otra deidad secundaria más. Pretendía alcanzar con ello lo que anhelan todos los políticos, desde Mesopotamia hasta la actualidad: la homogeneidad ideológica de sus súbditos.

Consideró  a Atón como un modelo a seguir  de impronta más universal frente al localismo que representaba las anteriores deificaciones que giraban en torno al  Nilo. Su proyecto  serviría en el interior como instrumento de control ideológico para  debilitar el poder de un clero, cada vez  más proclive a adorar a otras deidades y a sus ojos,  demasiado poderoso. Pero, tal como indicábamos previamente  obedecía también a  una evidente proyección exterior: Volcado en un proceso de expansión imperial, Egipto dominaba nuevos territorios lejos del marco del Nilo. Akhenatón percibió  con lucidez como los mecanismos de control ideológico sobre la población estaban  excesivamente adaptados al ámbito nilótico. Las benefactoras crecidas del Nilo no tenían sentido alguno para los súbditos de las regiones recién conquistadas y alejadas de él. Las complejas castas clericales que habían florecido a sus orillas y que tenían, entre otras, la misión de medir las crecidas del nivel de agua y anunciar así el buen quehacer de su faraón, dejaban de ser autoridades carismáticas  fuera  del estrecho marco  del Nilo.

De esta forma promovió al sol como divinidad suprema buscando en él un objeto de culto de  vocación universal. Se presentaba él mismo como el hijo de Atón, el sol,  y manifestaba que su padre había creado la Tierra y el Nilo y le había puesto allí para su mejor  gobierno. Despojó a la poderosa casta clerical de su cargo de intermediarios terrenales  directos entre el súbdito fiel y el nuevo Dios. Sin embargo  aunque mantuvo buena parte de las formulaciones clásicas  de la ortodoxia egipcia, las adaptó para que sirvieran  mejor al mantenimiento del orden social que él representaba mediante unas liturgias mucho más abiertas y universalistas, más acordes con los nuevos  lindes de su imperio.  Con Akhenatón, la política había promovido la primera herejía religiosa, pero, finalmente con el clero se hubo de topar:

Nunca sabremos si a su muerte Akhenatón alcanzó la eternidad. De lo que si tenemos constancia es que su herejía no le sobrevivió demasiados años y los egipcios volvieron a la ortodoxia anterior: En definitiva, dentro del marco de tensiones propias de toda civilización, el clero había ganado el pulso al faraón, recuperando su cuota de poder perdido durante el corto periodo herético.

Debo de reconocer que la herejía de Akhenatón, hombre refinado e inteligente, estadista y conquistador de amplios y alejados territorios, me resultó absolutamente reveladora. Despertó en mi dos de mis  actuales pasiones: Por una parte avivó la avidez por profundizar en las raíces antropológicas del homo religioso y  muy especialmente el estudio de las herejías como verdaderos puntos de inflexión y como expresión de cambio de un orden social dado y, por otra, logró mi conversión definitiva y sin fisuras hasta ser un  nilótico confeso.  Respecto a mi  crónica adicción por los viajes solo  puedo decir que tras este,  lejos de menguar, aumentó si cabe y no dejo de soñar en volver a estas tierras monumentales  que tantas enseñanzas nos han legado y dispuesto a disfrutar aun más que en mi primer periplo con los mayores conocimientos  que he ido adquiriendo  gracias a figuras tan sugerentes como Akhenatón.

Por ello me atrevería a decir que tal es la grandiosidad  cultural del Antiguo Egipto, tan rápido se llega a la temida borrachera monumental, que conviene ir medianamente preparado  y sabiendo algo más de lo que yo conocía cuando visité por primera vez  aquella inconmensurable y milenaria civilización de los faraones.

Gracias Akhenatón por  tu lúcida visión del mundo. Creo que vale la pena conocerla.

Fernando  Diago
Aprendiz viajero.

martes, 3 de abril de 2012

EL CASTRO DE BAROÑA.




“Conversé con las rocas y como un amuleto
recogí de las rocas el sideral secreto.
Los números dorados
de sus selladas cláusulas me fueron revelados.”
Ramón del Valle-Inclán

Viene siendo creencia bien arraigada que Galicia solo alcanza la excelencia  gracias a sus exquisitos manjares  y por la gracia de algunos de sus caldos. No conforme con esta simplista reducción, aunque sin ánimo de desdeñar en modo alguno sus  finísimos grelos, sus magníficos centollos de ría, las inigualables  filloas de sus abuelas o sus emblemáticos pulpos a feira hechos en humeantes calderos de cobre,- previamente sumergidos tres veces como manda la tradición- y acompañados de un fresco godello, y, sin olvidarme ni de la sin par empanada de chouvas ni de la  sabrosísima tetilla ahumada,   intentaré reconducirles como viajeros hacia  lo que considero que mas debiéramos  valorar de estas tierras: Sus gentes y su historia, su paisaje y su paisanaje.
Mamoas y petroglifos, castros y laberintos de losas oscilantes no son más que mudos vestigios minerales  de un riquísimo pasado histórico formado por un enjambre de etnias y culturas que, con su esfuerzo y creencias, fueron configurando estas, secularmente, olvidadas tierras del noroeste ibérico.
Tierras  que dieran cobijo, entre otros muchos,  a celtas, a judíos y a romanos y a un rosario sinfín de peregrinos de toda clase y origen,  que por meritos más que sobrados son parte indivisible de ese maravilloso entramado antropológico que más de uno ha denominado la España Mágica. Tierras que por su proverbial inaccesibilidad antaño disuadieran a los moros,  tanto,   como retrasan hoy en día a los esforzados constructores del AVE, pero que según cuentan no fue tamaña adversidad obstáculo alguno para los descendientes de Noé, que, tras superar su éxodo diluvial  fundaran Noya, ni tampoco impidiera a Santiago Apóstol arribar por Padrón y ser enterrado en el Campo de la Estrellas, más conocida por Compostela.
Aquellas tierras, que con la imaginación y la socarronería que les es propia a los nacidos entre O'Cebreiro y Fisterra, sirvieran también de caldo de cultivo  de tantos mitos y oscuras leyendas como la de la Santa Compaña y las de los lunáticos licántropos. Tierras de taumaturgos, de mouros y  de meigas,-  que haberlas haylas-, que con sus mágicos ajetreos y encantos rivalizaron, hasta hace bien poco, con los más convencionales sahumerios y pócimas de  más cercanas ascendencias hipocráticas. Cultos, como sus diversas zoolatrías y metamorfosis que por seguro arrancan de los mismísimos Rómulo y Remo, y que  fueron gestándose en oscuros encuentros terrenales  entre zoántropos hartos de orujos varios y algunas crédulas y otras  no tanto. Y otros mitos, mas marítimos, como aquel en el que se atribuye al origen del primer finisterrano al fruto del  engarce mágico, por no poder  ser  del todo carnal,  entre un lobo marino oriundo de las  cercanas islas Lobeiras y una simpática sirenita que aleteaba por allí...
Pero no siendo este sitio para mayores divagaciones y encantamientos  sobre estas tierras de clima tan singular, de olas que preñan a las vírgenes,  de plenilunios  sofocantes,  zarzuela de celtas y judíos y  lóbregas procesiones de  hoces y cruces, oscuros espectros   y demacradas  matronas, les propongo una visita a  uno de mis lugares preferidos de toda la particularísima geografía esotérica gallega. Tan es así, que cuando tenga a bien en hacer públicas mis últimas voluntades transmitiré a mis herederos, junto a mí escaso y menguante  caudal,  la gran responsabilidad de esparcir mis cenizas por tan emblemático lugar:
Para los que todavía creen que no puedo ser conciso y a aquellos exploradores virtuales, que tanto proliferan últimamente, les informo que  el enclave  conocido por el Castro de Baroña se sitúa exactamente en las siguientes coordenadas GPS: 42°41'41.40"N - 9°1'57.10"O.
 Para  todos los demás, les diré, que lo encontrarán en la Parroquia de Baroña, Municipio de Porto Do Son, provincia de A Coruña, en la carretera de Noya a Ribeira, cerca del km. 92, cogiendo un camino más o menos indicado que desciende hacia la costa y a unos 500 metros saliendo en ángulo recto  hacia el Oeste de donde forzosamente hay que aparcar el coche en las cercanías de un bar llamado O Castro.
Pero, con el fin de  no perder mis buenas costumbres aclaratorias no puedo  omitir el reseñar que el Castro de Baroña es un enclave costero, alzado sobre una península situada allá en donde se hunde el sol en el Atlántico y  donde, entre abigarrados y punzantes toxos, se esconden, desde tiempos inmemoriales, un gran número de petroglifos, mamoas y dólmenes esparcidos por toda la ladera occidental de la bellísima Sierra de la Barbanza que, como una gran lanza separa las sinpares rías de Noya y Muros con la de Arousa y que forman parte inequívoca del inventario intemporal  de los activos  culturales de estas Tierras Mágicas.
Podría continuar diciendo que el  Castro de Baroña  data  de unos dos mil años atrás  y que sus dos murallas protegían a la veintena de viviendas que de planta circular constituían este asentamiento celta. Sin embargo, dejo la descripción de los aspectos meramente 

arqueológicos  del enclave a la muy socorrida Wilkypedia puesto que  de seguro será mucho más precisa y fiable que cualquiera otra que pudiera yo hacer como lego en tan lejanas humanidades celtas,  así como,  delego también en las fotos que se acompañan, que valen por si solas más que mil de mis remembranzas y que tuve el privilegio de poder sacar hace  tan solo unas escasas semanas.
Pero, por otro lado, debo de confesar que no puedo resistirme a concluir  esta breve reseña sobre el Castro de Baroña  sin mencionar unos hechos que de alguna forma puedo aseverar que fui testigo de los mismos mientras iban transcurriendo a lo largo de los últimos cinco lustros:
Cuando visité el Castro de Baroña por primera vez, apenas era conocido; quizás  tan solo  por algunos  pescadores que al atardecer añoraban aprehender alguna escurridiza robaliza.


Por aquel entonces, finales de los setenta y primeros ochenta del siglo pasado, los restos arqueológicos del Castro, si bien habían sido perfectamente catalogados en tiempos de la II República, no eran más, todo hay que decirlo,  que unas pocas piedras en busca de su pasado y que apenas evidenciaban la existencia de un asentamiento celta a los ojos de un profano en arqueología.
Sin embargo el lugar era, aunque todavía poco, más conocido por tener en su flanco suroeste una de las playas más hermosas de toda España: Arealonga.
La playa en cuestión, de  acceso nada evidente y que apenas se vislumbra desde la carretera, solo era escasamente frecuentada en aquella época por una familia de rubicundos teutones que lucían orondas y rosáceas sus adiposas anatomías tal como Odín los había traído al mundo.  En la intimidad que deparaba aquel solitario paraje disfrutábamos, ellos en un lado, y mi familia al otro, de la belleza sin par de aquella maravillosa playa  situada media legua mar abierto de la bocana de la ría de Noya y de Muros. Tumbados sobre sus blancas y ondulantes arenas contemplábamos a contraluz el atardecer sobre el bello enclave del Castro, y más allá, al otro lado de la ría al granítico y encendido  roquedal del Monte Pindo, conocido como el Olimpo Celta, y como no, a la ineludible,- en todo relato galaico que se precie-, lejana mole del cabo de Finisterre mientras el sol se ponía en forma de sombrero e iba siendo engullido por un horizonte de luces violáceas que no distinguía claramente   entre aguas procelosas, brumas veladas y vestigios protohistóricos.


Pasaban los veraneos y los vikingos volvían fiel a su cita cada año más empecinados si cabe  en conseguir su anhelado pero  imposible moreno integral  pero,  acompañados de otras familias y amistades que tenían sus mismos y desprendidos hábitos playeros. Poco a poco también fueron apareciendo los primeros autóctonos, en su mayoría de Santiago,  que disfrutarían, ellos también y en total respeto hacia los demás, de la libertad epidérmica que reinaba en todo este maravilloso recinto costero.
Pero, un buen  día del Señor  del verano de 1981 aquellas licencias libertarias y barbaros hábitos, o más bien, la ausencia total de los mismos,  llegaron a los oídos de D. Sabino, a la sazón párroco de la cercana peanía de Baroña que ni corto ni perezoso, y muy indignado, organizó lo que luego sería considerado como uno de los últimos episodios de la España más negra y que solo fuera superado por la muy cinematográfica matanza de Puerto Hurraco:
Reclutó a cuanta parroquiana  vestida de negro pudo y armadas de estacas fueron una docena de ellas  en tenebrosa  procesión a ahuyentar a todo aquel que contraviniera  la constreñida moralina de Don Sabino, emulando  a  la mismísima  Santa Compaña en busca de la imperiosa redención de las  almas  descarriadas  mediante la imposición de  tan píos como firmes  garrotazos sobre sus desamparadas aunque, al parecer, tan pecadoras como bronceadas constituciones.
En pleno despertar de las libertades democráticas Don Sabino se autoerigió en anacrónico paladín de la nueva Inquisición. Pivotó sobre él toda una ardua polémica mediática, vecinal, provincial, llegando incluso a ser nacional y hasta judicial,  sobre la licitud de tan licenciosas costumbres nudistas importadas de pérfidas y lejanas  latitudes. Se formó una Plataforma Nudista que contó con ilustres defensores como el ínclito escritor Torrente Ballester, al que, desde la admiración y con todos mis respetos, me lo imagino más escribiendo en su intima soledad  sobre sus gozos y sus sombras que en una reivindicación pública  a pecho descubierto y calzón quitado…
Por otra parte, es bien sabido por todos que  la Iglesia siempre ha destacado por sus ancestrales conocimientos de las artes mercadotécnicas  y por su capacidad divulgativa, urbi et orbi, de sus ecuménicos mensajes. En ese sentido, tal cruzada, al más puro estilo Torquemada, tuvo como resultado lo inevitable: La llegada masiva, incluso en caravanas organizadas de autocares procedentes de las cuatro esquinas de la geografía patria, de un ingente colectivo de nudistas ya fueran estos curtidos y avezados o advenedizos repletos de ganas de reivindicar  la inocencia perdida por cuarenta años de oscurantismo mediante la exposición y el bronceado urgente de sus partes más blanquecinas y pudibundas y  sobre todo,  de ganar la batalla a la intransigencia  más rancia y  carpetovetónica mediante la simple y pacífica  exhibición corporal colectiva  y el despelote mas masivo y festivalero.
De los vikingos nunca más se supo. Pero a partir de entonces el antes solitario y desconocido Castro de Baroña adquirió, gracias a la actividad pastoral de D. Sabino, que Dios tenga en su gloria, una merecida notoriedad monumental de la que antes carecía, hasta el punto, que podemos decir sin temor alguno a equivocarnos  que dicho boom de  nuevos visitantes eran alentados en su inmensa  mayoría  por el morbo mediático que acompañaría  al enclave y sus aledaños durante los siguientes años, sin animo alguno de  desmerecer para nada los méritos arqueológicos y paisajísticos inherentes a tan polémico como espectacular y esotérico enclave gallego.
Desde entonces no hay temporada que no visite el Castro ni deje de bañarme  en la playa de Arealonga. Esta, debo decirlo, ha pasado por diversas etapas. Desde, en la que corriendo la segunda mitad de los ochenta los más radicales nudistas te hacían casi sentir  vergüenza por ir  vestido ya que  corrías el riesgo de ser anatemizado públicamente  por mirón   y en la que podías ser incluso increpado y excluido si no te exponías como ellos,   a otras más sosegadas y tranquilas,  como en  la  actualidad. Porque hoy en día conviven pacíficamente, gracias a Dios que no a Don Sabino, junto a jóvenes surfistas y amantes de la más rancia  arqueología celta,    tanto nudistas bien  bronceados hasta en sus más íntimos repliegues, la mayor parte de ellos evidenciando un buen cúmulo de experiencia en estas prácticas desinhibidas marcando  arrugas, descuelgues   y abombamientos varios un tanto alejados de los cánones más ortodoxos de la estética convencional,-¿serán los mismos que los de los ochenta?,- como  otros bañistas  de piel menos expuesta  que no parecen comulgar con estas demostraciones públicas de pubis  impunemente expuestos al no tan clemente sol gallego y que simplemente van ahí a disfrutar de un enclave maravilloso para pasar un buen día de playa.
 Por suerte, la sensatez cívica  y la temperatura nada templada de estas aguas en las que no hay quien se bañe ni tan siquiera con traje de baño,  han disuadido a los curiosos eventuales y   hecho que poco a poca la normalidad y casi su  aislamiento primitivo hayan vuelto a este inolvidable paraje.
Como beneficio colateral involuntario originado por toda esta publicidad gratuitamente difundida por el párroco de Baroña y su coro de parroquianas bien intencionadas y mejor adoctrinadas, se materializó, a partir de 1984, y, gracias a los buenos quehaceres profesionales de Francisco Calo, Teresa Lourido  y Ánxel Concheiro en la obtención de  los  tan demandados medios públicos necesarios para la  reconstrucción fiel de buena parte del poblado celta del Castro de  Baroña tal como lo podemos visitar hoy en día. Es decir, lo que podemos ver ahora  del maravilloso Castro de Baroña, son, más piedras,  murallas mayores y más y mejores restos del  primitivo asentamiento celta. Nada que ver con lo  que se podía quizás intuir antes de los mediáticos sucesos que acabamos de comentar.
Gracias  Don Sabino. Yo personalmente no le nominaría al Príncipe de Asturias de la Concordia, pero estoy seguro que tendría alguna posibilidad para optar a la medalla de bronce  al  Mérito Turístico,  a título póstumo.  Esta, al menos,  sí se la merece.
Fernando Diago
Aprendiz viajero

martes, 17 de enero de 2012

HANOI, EL DRAGON ASCENDENTE.


       El silencioso fluir de millones de bicicletas que la caracterizaba hasta hace poco ha dado paso, primero,  a  un tupido enjambre de motos y  este,  a un asfixiante parque automovilístico que, entre pitos y bocinas, apenas tiene cabida entre las abigarradas callejuelas de su centro urbano.  

      Las causas de estas transformaciones radican en el “Doi Moi” o la política de reformas y liberalizaciones económicas  que emprendiera el país en las década de los noventa.  Y ha dado lugar a un  manto de desarrollismo exacerbado que  cubre todos los ámbitos sociales, especialmente en la arquitectura, al urbanismo y al tráfico. Lejos queda esa ciudad hermética a las sucesivas invasiones extranjeras, de población de firmes convicciones ideológicas, independentistas primero, revolucionarias después. Hanói es hoy una urbe abierta al inversor extranjero y permeable al turismo internacional, de gente tranquila y amable. 

      “Ha Nói”  significa “entre ríos”,  pero nos quedamos con su antiguo nombre,- “Thang Long”, “Dragón Ascendente”-, que aún siendo más poético  resultaría también ser  más premonitorio, al ser hoy en día y, sin lugar a dudas, una ciudad decididamente pujante  cuyo potencial en nada tiene que envidiar a los demás humeantes dragones  asiáticos.    

     

        Pero tales crecimientos no ha impedido a sus moradores el mantener sus raíces, sus tradiciones y lo que los B-52  respetaron de su arquitectura.   En esto se aprecia una decidida voluntad de enaltecer sus señas de identidad. Tanto es así, que la UNESCO ha galardonado recientemente a su centro imperial histórico con el siempre codiciado título de Patrimonio Mundial.  

       
      Entre lagos y frondosas avenidas,  templos y pagodas,  un primer recorrido cultural por Hanói contemplaría  las manifestaciones arquitectónicas más representativas de las diversas  etapas históricas del país: El Templo de la Literatura, universidad erigida en honor de Confucio. La  Cua O Quang Chuong  o puerta amurallada de la ciudad imperial.   El Lago Hoan Kien, verdadera alma de la ciudad, con su Torre de la Tortuga  en honor de otra victoria antaño obtenida contra la todopoderosa dinastía  Ming de sus vecinos “de arriba”. Amarillentos pero señoriales  edificios coloniales de la época de dominación francesa, hoy muchos de ellos edificios oficiales. La Prisión Museo de Hao La, de estilo colonial, llamado el Hilton de Hanói por los presos americanos. El Mausoleo de Ho Chi Minh, de clara estética estalinista. Y últimamente toda una serie de “rascacielos” que poco a poco van reconfigurando a la milenaria capital de Vietnam dotándola de un nuevo perfil  repartido entre el respeto a la tradición y la vocación de vanguardia.  

Por el lado menos atractivo no  podemos dejar de mencionar al caos circulatorio, el escaso respeto medioambiental sin olvidar  a la inveterada consideración de sus moradores  hacia el perro como cotizado objeto  de culto gastronómico.

Pero de lo que sin duda más destaca  de esta ciudad son sus gentes. Trabajadores  incansables todos parecen tener oficio y beneficio. Por su parte,  el ocio, por regla general,  tiene escasa cabida entre los mayores, aunque no entre los jóvenes ávidos de ponerse rápidamente al día y a   sucumbir devotamente ante la creciente divinización del  modelo occidental más hedonista. Estas costumbres, aliadas a un clima típicamente tropical,  tienden a expulsar a sus gentes de sus casas, convirtiendo a las calles de Hanói en un abigarrado y estridente escenario urbano que apenas duerme y cuyo ajetreo puede llegar a provocar un cierto aturdimiento transitorio.

         Las angostas callejuelas del Distrito de Hoan Kiem diseñadas con vetustos cánones gremiales fueron una laberíntica red de estrechos canales fluviales hasta la llegada de los franceses. Hoy, sobre sus  aceras,  un sinnúmero de tiendecitas han vertido sus mercancías y compartido espacio con miles de motos aparcadas y con toda una población que saca no solo sus infiernillos de cocinar  y sus pequeños taburetes de plástico para ponerse a  comer,-en medio de la calle y  medio a cuclillas-, su caldos con palillos  y sus tallarines con gambas en salsa de cacahuete, haciendo prácticamente impracticable el uso a los que tales pavimentos estaban originariamente destinados: Los peatones se ven relegados así a la precaria suerte de compartir la calle con un tráfico completamente endemoniado. 

Por suerte que, como españoles, estamos bien familiarizados tanto con las artes  del toreo como con las invocaciones religiosas, pues ambas  resultan casi imprescindibles para poder realizar como peatón el más elemental recorrido urbano: Apenas hay semáforos y el trafico de motos, bicis y coches  se fusiona en un fluido denso, amenazante y sin embargo armónico, cuyas trayectorias, aunque no del todo ordenadas, son al menos  razonablemente previsibles. El cruzar una calle deviene por lo tanto una suerte  taurina no exenta de fe,  en la que la única forma de conseguirlo  es lanzándose al ruedo sin dudar un ápice, esperando ciegamente salir con buen pie del lance y confiando siempre en  que los astados locales te divisen primero y te indulten después y en que, por supuesto y  que no te falte,  te eche una manita la providencia. Toda una experiencia.

Pero dentro de este aparente caos rebosante de animación, todo parece estar controlado,-al menos por sus habitantes- porque en realidad, entre toda esta desbordante actividad humana,  reina una sorprendente solvencia oriental. Efectivamente, taxis, 4 x 4, triciclos, bicis, motos y todo tipo de lugareños y foráneos pululan al unísono y  por todas partes conviviendo en un aparente desorden colosal. Las estrechísimas calles  más céntricas, están permanentemente asaltadas por un gentío infinito y ubicuo compuesto entre otros  de menudas mujeres vestidas con su elegante “Ao Dai” tradicional (pantalón largo y casaca) y también tocadas  con sus típicos  “Non La” (cónicos sombreros de paja vietnamitas) que parecen observarte fugaz y enigmáticamente tras una mascarilla que les protege el rostro de la resolana mientras pedalean armónicamente sobre su pesada bicicleta de fabricación nacional. Diminutas vendedoras que portan a sus espaldas y en precario equilibrio dos enormes cestos que, unidos por un fino  bambú, van repletos de frutos tan exóticos y refulgentes como los del dragón. Intrépidos taxistas en moto y osadas estudiantes de tejanos bien prietos, también motorizadas, esquivando y zigzagueando sin parar y con comprobada maestría por las angosturas del torrente humano en el que fluyen. Rickshaws o ciclotaxis o tuc-tucs, o como quiera que se llamen,  portadores de orondos  excursionistas que desbordan  constreñidos sus sufridos asientos. Espaciosos   4 x 4 que milagrosamente logran sortear todo tipo de obstáculos y estrecheces; hombres, casi todos vistiendo camisa clara,- a nuestros ojos  medio clonados-,  que discurren entre pausados andares orientales y trayectorias inciertas y, todo tipo de parroquianos que portan paquetes tan inconcebibles como inidentificables hacia destinos impensables y, siempre gente, mucha gente, todavía mucho más gente   comiendo en plena calle, en medio, en medio  de donde tú precisamente quieres o tienes que pasar… 

En cada esquina, un mercadillo que, con sus toldos puestos a una altura escasamente adaptada al tamaño estándar de los  “Ong Tay” (occidentales), ya sea  de ropas de imitación, flores espectaculares, peces vivos o moluscos de todo tamaño y condición,  legumbres desconocidas y no por ello menos  frescas, u,  objetos y otros  manjares incalificables, van  destilando  un aroma típicamente oriental, mezcolanza,- no sé hasta qué punto afortunada,- de calor tropical, de especias exóticas, humeantes  fritangas y humanidades varias, un  tanto  arduo de asimilar en cualquier viaje iniciático. 

Porque lo impredecible te espera en cada rincón. Paraíso de fotógrafos, pues a nadie le parece molestar que le inmortalices ni que les robes el alma, todo el enmarañado barrio de Hoan Kiem  está generosamente  surtido  de tenderetes y tiendecillas, ordenados eso sí, bajo una cada vez menos estricta clasificación gremial,- calle de las zapaterías, calle de los relojeros, de los hojalateros,  de los vendedores de hierbas, de los marmolistas,  del “dinero fantasma” etc.,-  en los que miles  de personas  comercian con  lo inimaginable y,  a muy buen precio. Si te gusta rebuscar y te dejas llevar por tus compulsiones adquisitivas más superficiales, las compras pueden te pueden llevar a quedarte  sin saldo en la visa. ¡Cuidado!. 


En medio de todo este  barullo urbano, desfilan también campesinos que acarrean sus gallinas, sus flores  o sus hortalizas. Sin parar de entrecruzarte con todo tipo de personas y personajes, con precaución, no ajena a la conveniencia de poseer  una cierta agilidad, te ves forzado a evitar las trayectorias casi inertes de un sinfín de variopintas figuras que, bajo sus muy fotogénicos “Non La”,  se las adivina encorvadas bajo  pesadas cargas de aspecto mastodóntico que amenazan con desparramarse por el ya de por sí bastante ocupado pavimento. Otros muchos, de constitución aparentemente frágil,  arrastran resignadamente  todo tipo de pesados vehículos de dos, tres, o, hasta de  cuatro ruedas sobrellevando estoicamente, incluso cuando monzonea torrencialmente sin piedad  y con el agua hasta  media caña,  todo un cerro de mercancías apiladas en un más que precario y comprometido equilibrio: Desde nasas para la pesca del cangrejo, un cerro de juguetes que culminan en una  inmensa nube de globos de colores, un espectacular fardo de escobas,   hasta simples cebolletas, cochinos, o,    perros enjaulados que, ladrándonos, testimonian su más que previsible destino.


Nos llama también la atención la presencia constante  de cívicos  vecinos  barriendo afanosamente su parcelita de acera y recogiendo  por doquier una basura que, inasequible al desaliento, se encuentra  siempre en perpetuo estado de reposición. A pesar de todo y, en honor a la verdad, Hanói no es una ciudad en absoluto  desaseada.

Porque el centro de Hanói,  bullanguero y estridente  es a todas luces un carrusel multicolor de destellos, pitidos  y sensaciones acordes a  este despliegue permanente de clamores de vibrante humanidad. Es, definitivamente, un bello aunque descarnado  exponente del vivir oriental urbano.

Al contrario de la aparente inseguridad vial de sus calles, la  seguridad ciudadana es prácticamente total. La resignación y la exaltación del trabajo honrado propios a casi todas las religiones orientales, encuadradas a su vez  en un marco penal altamente disuasorio, han configurado un escenario excepcionalmente seguro en el que tratar con sus íntegros vecinos y comerciantes no ofrece más peligro que el no entender su idioma. Fuera del cogollito central de la ciudad, esta nos ofrece una atractiva red de agradables bulevares arbolados cuyo trazado, en una clara emulación de los que tanto abundan en su antigua metrópoli, ha llevado a muchos a considerar a  Hanói, quizás exageradamente, el Paris de Oriente.

Y no podemos concluir esta primera visita a Hanói sin indicarles que no dejen de ver el espectáculo del Teatro de Títeres Acuáticos, los “roi nuoc”. Y sin pedirles también que no se pierdan perderse entre la elegancia oriental y el glamour francés del Hotel Metropole  en el que se alojó,- entre otros muchos afamados huéspedes-, Graham Green mientras escribía como corresponsal de guerra “El americano impasible”, tomando a su salud  un “tra da” (té helado) por mucho que el prefiriese otros brebajes menos diuréticos… 

Ni tampoco dejen de llevarse por su lado más aventurero y probar, siquiera una vez,  de una comida auténticamente vietnamita sentados en medio de cualquier calle  y  acompañar con una “bia hoi” (caña de cerveza) un humeante  bol de “pho”, sopa emblemática del país compuesta de multitud de hierbas, especias,  cacahuetes y tallarines a los que se le añade, buey, ternera u otras proteínas de origen tan variado como exótico y que constituye, probablemente, la mejor y más sabrosa  alegoría de esta singular y remota ciudad indochina. 



Esto es Hanói. El Hanói que hay que conocer, degustar y  digerir como paradigma urbano de este hermoso e interesantísimo país,- hoy por hoy todavía mayoritariamente rural-,  que es  Vietnam.  

Practiquen con los palillos y hasta pronto.


Fernando Diago

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