El silencioso fluir de millones de bicicletas que la caracterizaba hasta hace poco ha dado paso, primero, a un tupido enjambre de motos y este, a un asfixiante parque automovilístico que, entre pitos y bocinas, apenas tiene cabida entre las abigarradas callejuelas de su centro urbano.
Las causas de estas transformaciones radican en el “Doi Moi” o la política de reformas y liberalizaciones económicas que emprendiera el país en las década de los noventa. Y ha dado lugar a un manto de desarrollismo exacerbado que cubre todos los ámbitos sociales, especialmente en la arquitectura, al urbanismo y al tráfico. Lejos queda esa ciudad hermética a las sucesivas invasiones extranjeras, de población de firmes convicciones ideológicas, independentistas primero, revolucionarias después. Hanói es hoy una urbe abierta al inversor extranjero y permeable al turismo internacional, de gente tranquila y amable.
“Ha Nói” significa “entre ríos”, pero nos quedamos con su antiguo nombre,- “Thang Long”, “Dragón Ascendente”-, que aún siendo más poético resultaría también ser más premonitorio, al ser hoy en día y, sin lugar a dudas, una ciudad decididamente pujante cuyo potencial en nada tiene que envidiar a los demás humeantes dragones asiáticos.
Pero tales crecimientos no ha impedido a sus moradores el mantener sus raíces, sus tradiciones y lo que los B-52 respetaron de su arquitectura. En esto se aprecia una decidida voluntad de enaltecer sus señas de identidad. Tanto es así, que la UNESCO ha galardonado recientemente a su centro imperial histórico con el siempre codiciado título de Patrimonio Mundial.
Por el lado menos atractivo no podemos dejar de mencionar al caos circulatorio, el escaso respeto medioambiental sin olvidar a la inveterada consideración de sus moradores hacia el perro como cotizado objeto de culto gastronómico.
Pero de lo que sin duda más destaca de esta ciudad son sus gentes. Trabajadores incansables todos parecen tener oficio y beneficio. Por su parte, el ocio, por regla general, tiene escasa cabida entre los mayores, aunque no entre los jóvenes ávidos de ponerse rápidamente al día y a sucumbir devotamente ante la creciente divinización del modelo occidental más hedonista. Estas costumbres, aliadas a un clima típicamente tropical, tienden a expulsar a sus gentes de sus casas, convirtiendo a las calles de Hanói en un abigarrado y estridente escenario urbano que apenas duerme y cuyo ajetreo puede llegar a provocar un cierto aturdimiento transitorio.
Las angostas callejuelas del Distrito de Hoan Kiem diseñadas con vetustos cánones gremiales fueron una laberíntica red de estrechos canales fluviales hasta la llegada de los franceses. Hoy, sobre sus aceras, un sinnúmero de tiendecitas han vertido sus mercancías y compartido espacio con miles de motos aparcadas y con toda una población que saca no solo sus infiernillos de cocinar y sus pequeños taburetes de plástico para ponerse a comer,-en medio de la calle y medio a cuclillas-, su caldos con palillos y sus tallarines con gambas en salsa de cacahuete, haciendo prácticamente impracticable el uso a los que tales pavimentos estaban originariamente destinados: Los peatones se ven relegados así a la precaria suerte de compartir la calle con un tráfico completamente endemoniado.
Por suerte que, como españoles, estamos bien familiarizados tanto con las artes del toreo como con las invocaciones religiosas, pues ambas resultan casi imprescindibles para poder realizar como peatón el más elemental recorrido urbano: Apenas hay semáforos y el trafico de motos, bicis y coches se fusiona en un fluido denso, amenazante y sin embargo armónico, cuyas trayectorias, aunque no del todo ordenadas, son al menos razonablemente previsibles. El cruzar una calle deviene por lo tanto una suerte taurina no exenta de fe, en la que la única forma de conseguirlo es lanzándose al ruedo sin dudar un ápice, esperando ciegamente salir con buen pie del lance y confiando siempre en que los astados locales te divisen primero y te indulten después y en que, por supuesto y que no te falte, te eche una manita la providencia. Toda una experiencia.
Pero dentro de este aparente caos rebosante de animación, todo parece estar controlado,-al menos por sus habitantes- porque en realidad, entre toda esta desbordante actividad humana, reina una sorprendente solvencia oriental. Efectivamente, taxis, 4 x 4, triciclos, bicis, motos y todo tipo de lugareños y foráneos pululan al unísono y por todas partes conviviendo en un aparente desorden colosal. Las estrechísimas calles más céntricas, están permanentemente asaltadas por un gentío infinito y ubicuo compuesto entre otros de menudas mujeres vestidas con su elegante “Ao Dai” tradicional (pantalón largo y casaca) y también tocadas con sus típicos “Non La” (cónicos sombreros de paja vietnamitas) que parecen observarte fugaz y enigmáticamente tras una mascarilla que les protege el rostro de la resolana mientras pedalean armónicamente sobre su pesada bicicleta de fabricación nacional. Diminutas vendedoras que portan a sus espaldas y en precario equilibrio dos enormes cestos que, unidos por un fino bambú, van repletos de frutos tan exóticos y refulgentes como los del dragón. Intrépidos taxistas en moto y osadas estudiantes de tejanos bien prietos, también motorizadas, esquivando y zigzagueando sin parar y con comprobada maestría por las angosturas del torrente humano en el que fluyen. Rickshaws o ciclotaxis o tuc-tucs, o como quiera que se llamen, portadores de orondos excursionistas que desbordan constreñidos sus sufridos asientos. Espaciosos 4 x 4 que milagrosamente logran sortear todo tipo de obstáculos y estrecheces; hombres, casi todos vistiendo camisa clara,- a nuestros ojos medio clonados-, que discurren entre pausados andares orientales y trayectorias inciertas y, todo tipo de parroquianos que portan paquetes tan inconcebibles como inidentificables hacia destinos impensables y, siempre gente, mucha gente, todavía mucho más gente comiendo en plena calle, en medio, en medio de donde tú precisamente quieres o tienes que pasar…
En cada esquina, un mercadillo que, con sus toldos puestos a una altura escasamente adaptada al tamaño estándar de los “Ong Tay” (occidentales), ya sea de ropas de imitación, flores espectaculares, peces vivos o moluscos de todo tamaño y condición, legumbres desconocidas y no por ello menos frescas, u, objetos y otros manjares incalificables, van destilando un aroma típicamente oriental, mezcolanza,- no sé hasta qué punto afortunada,- de calor tropical, de especias exóticas, humeantes fritangas y humanidades varias, un tanto arduo de asimilar en cualquier viaje iniciático.
Porque lo impredecible te espera en cada rincón. Paraíso de fotógrafos, pues a nadie le parece molestar que le inmortalices ni que les robes el alma, todo el enmarañado barrio de Hoan Kiem está generosamente surtido de tenderetes y tiendecillas, ordenados eso sí, bajo una cada vez menos estricta clasificación gremial,- calle de las zapaterías, calle de los relojeros, de los hojalateros, de los vendedores de hierbas, de los marmolistas, del “dinero fantasma” etc.,- en los que miles de personas comercian con lo inimaginable y, a muy buen precio. Si te gusta rebuscar y te dejas llevar por tus compulsiones adquisitivas más superficiales, las compras pueden te pueden llevar a quedarte sin saldo en la visa. ¡Cuidado!.
En medio de todo este barullo urbano, desfilan también campesinos que acarrean sus gallinas, sus flores o sus hortalizas. Sin parar de entrecruzarte con todo tipo de personas y personajes, con precaución, no ajena a la conveniencia de poseer una cierta agilidad, te ves forzado a evitar las trayectorias casi inertes de un sinfín de variopintas figuras que, bajo sus muy fotogénicos “Non La”, se las adivina encorvadas bajo pesadas cargas de aspecto mastodóntico que amenazan con desparramarse por el ya de por sí bastante ocupado pavimento. Otros muchos, de constitución aparentemente frágil, arrastran resignadamente todo tipo de pesados vehículos de dos, tres, o, hasta de cuatro ruedas sobrellevando estoicamente, incluso cuando monzonea torrencialmente sin piedad y con el agua hasta media caña, todo un cerro de mercancías apiladas en un más que precario y comprometido equilibrio: Desde nasas para la pesca del cangrejo, un cerro de juguetes que culminan en una inmensa nube de globos de colores, un espectacular fardo de escobas, hasta simples cebolletas, cochinos, o, perros enjaulados que, ladrándonos, testimonian su más que previsible destino.
Nos llama también la atención la presencia constante de cívicos vecinos barriendo afanosamente su parcelita de acera y recogiendo por doquier una basura que, inasequible al desaliento, se encuentra siempre en perpetuo estado de reposición. A pesar de todo y, en honor a la verdad, Hanói no es una ciudad en absoluto desaseada.
Porque el centro de Hanói, bullanguero y estridente es a todas luces un carrusel multicolor de destellos, pitidos y sensaciones acordes a este despliegue permanente de clamores de vibrante humanidad. Es, definitivamente, un bello aunque descarnado exponente del vivir oriental urbano.
Al contrario de la aparente inseguridad vial de sus calles, la seguridad ciudadana es prácticamente total. La resignación y la exaltación del trabajo honrado propios a casi todas las religiones orientales, encuadradas a su vez en un marco penal altamente disuasorio, han configurado un escenario excepcionalmente seguro en el que tratar con sus íntegros vecinos y comerciantes no ofrece más peligro que el no entender su idioma. Fuera del cogollito central de la ciudad, esta nos ofrece una atractiva red de agradables bulevares arbolados cuyo trazado, en una clara emulación de los que tanto abundan en su antigua metrópoli, ha llevado a muchos a considerar a Hanói, quizás exageradamente, el Paris de Oriente.
Y no podemos concluir esta primera visita a Hanói sin indicarles que no dejen de ver el espectáculo del Teatro de Títeres Acuáticos, los “roi nuoc”. Y sin pedirles también que no se pierdan perderse entre la elegancia oriental y el glamour francés del Hotel Metropole en el que se alojó,- entre otros muchos afamados huéspedes-, Graham Green mientras escribía como corresponsal de guerra “El americano impasible”, tomando a su salud un “tra da” (té helado) por mucho que el prefiriese otros brebajes menos diuréticos…
Ni tampoco dejen de llevarse por su lado más aventurero y probar, siquiera una vez, de una comida auténticamente vietnamita sentados en medio de cualquier calle y acompañar con una “bia hoi” (caña de cerveza) un humeante bol de “pho”, sopa emblemática del país compuesta de multitud de hierbas, especias, cacahuetes y tallarines a los que se le añade, buey, ternera u otras proteínas de origen tan variado como exótico y que constituye, probablemente, la mejor y más sabrosa alegoría de esta singular y remota ciudad indochina.
Esto es Hanói. El Hanói que hay que conocer, degustar y digerir como paradigma urbano de este hermoso e interesantísimo país,- hoy por hoy todavía mayoritariamente rural-, que es Vietnam.
Practiquen con los palillos y hasta pronto.
Fernando Diago