“Conversé con las rocas y como un
amuleto
recogí de las rocas el sideral secreto.
Los números dorados
de sus selladas cláusulas me fueron
revelados.”
Ramón del Valle-Inclán
Viene siendo creencia bien arraigada que Galicia solo alcanza la excelencia gracias a sus exquisitos manjares y por la gracia de algunos de sus caldos. No
conforme con esta simplista reducción, aunque sin ánimo de desdeñar en modo
alguno sus finísimos grelos, sus magníficos
centollos de ría, las inigualables filloas de sus abuelas o sus emblemáticos
pulpos a feira hechos en humeantes calderos de cobre,- previamente sumergidos
tres veces como manda la tradición- y acompañados de un fresco godello, y, sin olvidarme ni de la sin par empanada de
chouvas ni de la sabrosísima tetilla
ahumada, intentaré reconducirles como
viajeros hacia lo que considero que mas debiéramos valorar de estas tierras: Sus gentes y su historia,
su paisaje y su paisanaje.
Mamoas y petroglifos, castros y laberintos de losas oscilantes no son más
que mudos vestigios minerales de un riquísimo
pasado histórico formado por un enjambre de etnias y culturas que, con su
esfuerzo y creencias, fueron configurando estas, secularmente, olvidadas
tierras del noroeste ibérico.
Tierras que dieran cobijo, entre
otros muchos, a celtas, a judíos y a
romanos y a un rosario sinfín de peregrinos de toda clase y origen, que por meritos más que sobrados son parte
indivisible de ese maravilloso entramado antropológico que más de uno ha
denominado la España Mágica. Tierras que por su proverbial inaccesibilidad
antaño disuadieran a los moros,
tanto, como retrasan hoy en día
a los esforzados constructores del AVE, pero que según cuentan no fue tamaña adversidad
obstáculo alguno para los descendientes de Noé, que, tras superar su éxodo
diluvial fundaran Noya, ni tampoco
impidiera a Santiago Apóstol arribar por Padrón y ser enterrado en el Campo de
la Estrellas, más conocida por Compostela.
Aquellas tierras, que con la imaginación y la socarronería que les es
propia a los nacidos entre O'Cebreiro y Fisterra, sirvieran también de caldo de
cultivo de tantos mitos y oscuras
leyendas como la de la Santa Compaña y las de los lunáticos licántropos.
Tierras de taumaturgos, de mouros y de
meigas,- que haberlas haylas-, que con
sus mágicos ajetreos y encantos rivalizaron, hasta hace bien poco, con los más
convencionales sahumerios y pócimas de más
cercanas ascendencias hipocráticas. Cultos, como sus diversas zoolatrías y
metamorfosis que por seguro arrancan de los mismísimos Rómulo y Remo, y
que fueron gestándose en oscuros
encuentros terrenales entre zoántropos
hartos de orujos varios y algunas crédulas y otras no tanto. Y otros mitos, mas marítimos, como
aquel en el que se atribuye al origen del primer finisterrano al fruto del engarce mágico, por no poder ser del
todo carnal, entre un lobo marino
oriundo de las cercanas islas Lobeiras y
una simpática sirenita que aleteaba por allí...
Pero no siendo este sitio para mayores divagaciones y
encantamientos sobre estas tierras de
clima tan singular, de olas que preñan a las vírgenes, de plenilunios sofocantes,
zarzuela de celtas y judíos y lóbregas
procesiones de hoces y cruces, oscuros
espectros y demacradas matronas, les propongo una visita a uno de mis lugares preferidos de toda la particularísima
geografía esotérica gallega. Tan es así, que cuando tenga a bien en hacer públicas
mis últimas voluntades transmitiré a mis herederos, junto a mí escaso y menguante
caudal,
la gran responsabilidad de esparcir mis cenizas por tan emblemático
lugar:
Para los que todavía creen que no puedo ser conciso y a aquellos
exploradores virtuales, que tanto proliferan últimamente, les informo que el enclave
conocido por el Castro de Baroña se sitúa exactamente en las siguientes
coordenadas GPS: 42°41'41.40"N - 9°1'57.10"O.
Para todos los demás, les diré, que lo encontrarán
en la Parroquia de Baroña, Municipio de Porto Do Son, provincia de A Coruña, en
la carretera de Noya a Ribeira, cerca del km. 92, cogiendo un camino más o
menos indicado que desciende hacia la costa y a unos 500 metros saliendo en
ángulo recto hacia el Oeste de donde
forzosamente hay que aparcar el coche en las cercanías de un bar llamado O
Castro.
Pero, con el fin de no perder mis
buenas costumbres aclaratorias no puedo
omitir el reseñar que el Castro de Baroña es un enclave costero, alzado
sobre una península situada allá en donde se hunde el sol en el Atlántico
y donde, entre abigarrados y punzantes
toxos, se esconden, desde tiempos inmemoriales, un gran número de petroglifos,
mamoas y dólmenes esparcidos por toda la ladera occidental de la bellísima
Sierra de la Barbanza que, como una gran lanza separa las sinpares rías de Noya
y Muros con la de Arousa y que forman parte inequívoca del inventario
intemporal de los activos culturales de estas Tierras Mágicas.
Podría continuar diciendo que el
Castro de Baroña data de unos dos mil años atrás y que sus dos murallas protegían a la
veintena de viviendas que de planta circular constituían este asentamiento celta.
Sin embargo, dejo la descripción de los aspectos meramente
arqueológicos del enclave a la
muy socorrida Wilkypedia puesto que de
seguro será mucho más precisa y fiable que cualquiera otra que pudiera yo hacer
como lego en tan lejanas humanidades celtas, así como, delego también en las fotos que se acompañan,
que valen por si solas más que mil de mis remembranzas y que tuve el privilegio
de poder sacar hace tan solo unas
escasas semanas.
Pero, por otro lado, debo de confesar que no puedo resistirme a
concluir esta breve reseña sobre el
Castro de Baroña sin mencionar unos
hechos que de alguna forma puedo aseverar que fui testigo de los mismos mientras
iban transcurriendo a lo largo de los últimos cinco lustros:
Cuando visité el Castro de Baroña por primera vez, apenas era conocido;
quizás tan solo por algunos
pescadores que al atardecer añoraban aprehender alguna escurridiza
robaliza.
Por aquel entonces, finales de los setenta y primeros ochenta del siglo pasado, los restos arqueológicos del Castro, si bien habían sido perfectamente catalogados en tiempos de la II República, no eran más, todo hay que decirlo, que unas pocas piedras en busca de su pasado y que apenas evidenciaban la existencia de un asentamiento celta a los ojos de un profano en arqueología.
Sin embargo el lugar era, aunque
todavía poco, más conocido por tener en su flanco suroeste una de las playas más
hermosas de toda España: Arealonga.
La playa en cuestión, de acceso nada evidente y que apenas se vislumbra
desde la carretera, solo era escasamente frecuentada en aquella época por una
familia de rubicundos teutones que lucían orondas y rosáceas sus adiposas
anatomías tal como Odín los había traído al mundo. En la intimidad que deparaba aquel solitario
paraje disfrutábamos, ellos en un lado, y mi familia al otro, de la belleza sin
par de aquella maravillosa playa situada
media legua mar abierto de la bocana de la ría de Noya y de Muros. Tumbados sobre
sus blancas y ondulantes arenas contemplábamos a contraluz el atardecer sobre
el bello enclave del Castro, y más allá, al otro lado de la ría al granítico y
encendido roquedal del Monte Pindo, conocido
como el Olimpo Celta, y como no, a la ineludible,- en todo relato galaico que
se precie-, lejana mole del cabo de Finisterre mientras el sol se ponía en
forma de sombrero e iba siendo engullido por un horizonte de luces violáceas
que no distinguía claramente entre aguas procelosas, brumas veladas y
vestigios protohistóricos.
Pasaban los veraneos y los vikingos volvían fiel a su cita cada año más empecinados
si cabe en conseguir su anhelado pero imposible moreno integral pero,
acompañados de otras familias y amistades que tenían sus mismos y
desprendidos hábitos playeros. Poco a poco también fueron apareciendo los
primeros autóctonos, en su mayoría de Santiago, que disfrutarían, ellos también y en total
respeto hacia los demás, de la libertad epidérmica que reinaba en todo este
maravilloso recinto costero.
Pero, un buen día del Señor del verano de 1981 aquellas licencias
libertarias y barbaros hábitos, o más bien, la ausencia total de los
mismos, llegaron a los oídos de D.
Sabino, a la sazón párroco de la cercana peanía de Baroña que ni corto ni
perezoso, y muy indignado, organizó lo que luego sería considerado como uno de
los últimos episodios de la España más negra y que solo fuera superado por la
muy cinematográfica matanza de Puerto Hurraco:
Reclutó a cuanta parroquiana vestida de negro pudo y armadas de estacas
fueron una docena de ellas en tenebrosa procesión a ahuyentar a todo aquel que
contraviniera la constreñida moralina de
Don Sabino, emulando a la mismísima
Santa Compaña en busca de la imperiosa redención de las almas
descarriadas mediante la
imposición de tan píos como firmes garrotazos sobre sus desamparadas aunque, al
parecer, tan pecadoras como bronceadas constituciones.
En pleno despertar de las libertades democráticas Don Sabino se
autoerigió en anacrónico paladín de la nueva Inquisición. Pivotó sobre él toda
una ardua polémica mediática, vecinal, provincial, llegando incluso a ser
nacional y hasta judicial, sobre la
licitud de tan licenciosas costumbres nudistas importadas de pérfidas y
lejanas latitudes. Se formó una
Plataforma Nudista que contó con ilustres defensores como el ínclito escritor
Torrente Ballester, al que, desde la admiración y con todos mis respetos, me lo
imagino más escribiendo en su intima soledad sobre sus gozos y sus sombras que en una
reivindicación pública a pecho
descubierto y calzón quitado…
Por otra parte, es bien sabido por todos que la Iglesia siempre ha destacado por sus
ancestrales conocimientos de las artes mercadotécnicas y por su capacidad divulgativa, urbi et orbi,
de sus ecuménicos mensajes. En ese sentido, tal cruzada, al más puro estilo
Torquemada, tuvo como resultado lo inevitable: La llegada masiva, incluso en
caravanas organizadas de autocares procedentes de las cuatro esquinas de la
geografía patria, de un ingente colectivo de nudistas ya fueran estos curtidos
y avezados o advenedizos repletos de ganas de reivindicar la inocencia perdida por cuarenta años de
oscurantismo mediante la exposición y el bronceado urgente de sus partes más
blanquecinas y pudibundas y sobre
todo, de ganar la batalla a la
intransigencia más rancia y carpetovetónica mediante la simple y pacífica exhibición corporal colectiva y el despelote mas masivo y festivalero.
De los vikingos nunca más se supo. Pero a partir de entonces el antes
solitario y desconocido Castro de Baroña adquirió, gracias a la actividad
pastoral de D. Sabino, que Dios tenga en su gloria, una merecida notoriedad
monumental de la que antes carecía, hasta el punto, que podemos decir sin temor
alguno a equivocarnos que dicho boom
de nuevos visitantes eran alentados en
su inmensa mayoría por el morbo mediático que acompañaría al enclave y sus aledaños durante los
siguientes años, sin animo alguno de desmerecer para nada los méritos arqueológicos
y paisajísticos inherentes a tan polémico como espectacular y esotérico enclave
gallego.
Desde entonces no hay temporada
que no visite el Castro ni deje de bañarme
en la playa de Arealonga. Esta, debo decirlo, ha pasado por diversas
etapas. Desde, en la que corriendo la segunda mitad de los ochenta los más
radicales nudistas te hacían casi sentir
vergüenza por ir vestido ya
que corrías el riesgo de ser anatemizado
públicamente por mirón y en
la que podías ser incluso increpado y excluido si no te exponías como ellos, a otras más sosegadas y tranquilas, como en
la actualidad. Porque hoy en día
conviven pacíficamente, gracias a Dios que no a Don Sabino, junto a jóvenes surfistas
y amantes de la más rancia arqueología
celta, tanto nudistas bien bronceados hasta en sus más íntimos
repliegues, la mayor parte de ellos evidenciando un buen cúmulo de experiencia
en estas prácticas desinhibidas marcando arrugas, descuelgues y abombamientos varios un tanto alejados de
los cánones más ortodoxos de la estética convencional,-¿serán los mismos que
los de los ochenta?,- como otros bañistas de piel menos expuesta que no parecen comulgar con estas
demostraciones públicas de pubis impunemente expuestos al no tan clemente sol
gallego y que simplemente van ahí a disfrutar de un enclave maravilloso para
pasar un buen día de playa.
Por suerte, la sensatez cívica y la temperatura nada templada de estas aguas
en las que no hay quien se bañe ni tan siquiera con traje de baño, han disuadido a los curiosos eventuales y hecho que poco a poca la normalidad y casi
su aislamiento primitivo hayan vuelto a
este inolvidable paraje.
Como beneficio colateral involuntario originado por toda esta publicidad
gratuitamente difundida por el párroco de Baroña y su coro de parroquianas bien
intencionadas y mejor adoctrinadas, se materializó, a partir de 1984, y, gracias
a los buenos quehaceres profesionales de Francisco Calo, Teresa Lourido y Ánxel Concheiro en la obtención de los tan
demandados medios públicos necesarios para la
reconstrucción fiel de buena parte del poblado celta del Castro de Baroña tal como lo podemos visitar hoy en
día. Es decir, lo que podemos ver ahora
del maravilloso Castro de Baroña, son, más piedras, murallas mayores y más y mejores restos del primitivo asentamiento celta. Nada que ver con
lo que se podía quizás intuir antes de
los mediáticos sucesos que acabamos de comentar.
Gracias Don Sabino. Yo personalmente
no le nominaría al Príncipe de Asturias de la Concordia, pero estoy seguro que
tendría alguna posibilidad para optar a la medalla de bronce al Mérito
Turístico, a título póstumo. Esta, al menos, sí se la merece.
Fernando Diago
Aprendiz viajero
Buen sentido del humor ante todo.
ResponderEliminarEs una de las zonas que más me gusta de Galicia, esta playa y el castro celta.
Cuando estuve, a pesar de ser pleno verano, no había nadie bañándose, el agua debía de estar helada, y había muy poca gente en la playa, sí había muchas personas visitando los restos celtas. Me llamó la atención que este asentamiento estuviera tan cerca del mar. Es precioso.
Desde el Monte Pindo se divisa un paisaje impresionante, tiene algo especial este lugar.
Y tienes razón con las meigas, haberlas, haylas.
Un lugar precioso , este verano lo visitaré pasaré unos días de vacaciones por esta tierra tan maravillosa que es Galicia.Gracias por traernos al blog este paraiso .
ResponderEliminarNo conozco esta zona de Galicia . Muy interesante todo lo que nos cuentas sobre este Castro me ha gustado mucho . Esta en un emplazamiento magnifico con un maravilloso entorno .
ResponderEliminarUn interesante y completo artículo . Gracias y un saludo .
Pues lo poco que conozco de la comunidad gallega pertenece a Orense. Este verano teníamos pensado viajar a las Rías Baixas pero quizás haya que posponerlo. Tomo buena nota de esta playa y del castro celta que la acompaña para visitarlos en el futuro. Un artículo muy bien escrito con un toque polémico pero tratado desde un punto de vista humorístico muy peculiar. Felicidades, Fernando. Gracias por dejarnos publicarlo.
ResponderEliminarUn lugar precioso junto a una magnífica playa. Fernando, La historia que nos cuentas es muy interesante, de como una polémica puede hacer conocido un lugar tan precioso en Galicia. Con la iglesia hemos topado, en este caso se les volvió en contra e hizo más conocido el lugar. En el respeto por todas las opciones está lo correcto, todo tiene cabida. Cuando visite tierras gallegas tendré en cuenta este lugar, me encantan las playas y las del norte tienen un encanto especial. Gracias Fernando por contarnos estas historias de manera muy amena e interesante y darnos a conocer lugares hasta ahora desconocidos para muchos. Un placer tenerte como colaborador del blog.
ResponderEliminarLo malo es que lo que cuentas de Don Sabino es falso. Aunque suena bien para oidos progres...
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