Después de dejar el coche junto a
un puente que cruza el río Jarama, un paseo entre robles y chopos nos conduce
al sitio en el que había una importante abadía cisterciense, una de las primeras
que han existido en España.
La sencillez y la austeridad de los monjes de la Orden del Císter les llevaron a constituir comunidades dedicadas a la oración, al trabajo y a la meditación. Lugares aislados en plena naturaleza para alcanzar el estado de espiritualidad que buscaban.
Con el fin de repoblar estas
tierras, Alfonso VIII entregó a los frailes los terrenos para fundar el
Monasterio de Santa María de Bonaval. Durante la Edad Media el cenobio llegó a tener un gran auge gracias
a las donaciones por parte de los nobles. Hasta que tuvo que ser abandonado en
la época de la Desamortización. Pasó después a manos privadas y desde entonces
el proceso de deterioro ha ido creciendo, hasta el punto de sufrir continuos
expolios.
Se conserva la cabecera de la iglesia, parte del crucero y una torre almenada con una escalera de caracol. Los gruesos muros, arcos apuntados, sobrios capiteles con motivos vegetales y estrechos ventanales son característicos de la transición entre el románico y gótico.
Una enorme higuera ocupa gran parte de lo que fue el atrio. Restos de muros y paredes nos indican donde se encontraban las dependencias utilizadas por los monjes.
No está permitido el acceso, una alambrada rodea el recinto, y se nos avisa del peligro de derrumbe, aún así es casi inevitable acercarse más para admirar lo que queda del antiguo monasterio. Las piedras cubiertas de vegetación, el silencio y la quietud le envuelven de magia y atractivo.
Un debatido proyecto de restauración no ha conseguido aún concretarse, y se lleva esperando desde algún tiempo las decisiones políticas y administrativas capaces de evitar su total derrumbamiento. Así al menos no se perdería algo que reúne tanta belleza, cultura e historia.
Inma
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