Aquí va la parte
publicable del informe que envíe a quienes
a su vez me enviaron a tan peregrino
destino como peculiar misión.
Sentada a mis pies se encontraba asimismo Sokhna Aminata, la muy despabilada hija del santón, mismos
ojos, mismas facciones, que compartiendo nombre con la esposa más conocida del
profeta se entretuvo en hacerme cosquillas
en mis pies descalzos con todo tipo de objetos, pajitas y plumas, entre otros, y otras travesurillas y carantoñas más o
menos inocentes que me procuraron gran esparcimiento para poder amenizar el lento transcurrir del largo evento
ceremonial protagonizado por su padre, sin mencionar la evidente pérdida adicional de
equilibrio que todo este cariño suponía sobre el que ya por si solo me ofrecía la frágil silla de plástico en donde me asentaba. Tras dos inolvidables
horas de incesantes atenciones de su hija, el marabú me invitó a que me fuera a la azotea de su casa a descansar.
Allí, en medio de una docena de hacendosas mujeres que llevaban a sus churumbeles enfajados a sus espaldas y que se afanaban como locas a pelar y cortar un inmenso cerro de cebollas coloradas, tendido en una gran alfombra azul y bajo un toldo de fortuna, intenté descansar. Al socaire de este parloteante y laborioso gineceo me permití mantener un ojo abierto al acecho de cualquier visión de marcado interés antropométrico, o, incluso fotográfico, así como cualquier comportamiento de destacado valor antropológico. Tras varias horas y una vez consumida toda el agua del enorme perol me dieron de comer un inolvidable Chebou-Yiap, arroz con carne,- para entendernos-, el cual, horas después, y muy a mi pesar, me vería obligado a devolver.
Ya por la tarde y con el tímido languidecer de la tenaz canícula local, a falta de cinco minutos para las seis, un propio me vino a buscar. Ante el total desconocimiento de mi destino y del programa de festejos que este nos pudiera deparar, le pregunté si era el momento adecuado para darle un presente al marabú. Mientras me explicaba que aún no lo era me condujo por las polvorientas calles hasta la mezquita mayor del poblado. Una vez en el sagrado recinto y descalzado y escoltado por seis gigantescos gendarmes los cuales, aunque también descalzos por respeto a tan santo lugar portaban,- a mi modesto entender de forma algo irreverente-, unas enormes y amenazantes ametralladoras, nos fuimos abriendo paso lentamente entre una muy abigarrada congregación de fieles que, sentados, iban todos clavando la mirada sobre esta particular comitiva recién llegada solo compuesta por el cronista de este evento y sus descomunales y bien pertrechados guardianes.
Así pues, bien protegido y rodeado de este cuerpo de
elite, me condujeron por fin al santo sanctórum de la mezquita. Dentro de la
umbría propia de todo templo, destacaba claramente un cuadrilátero
especialmente bien iluminado por los focos de las televisiones en donde, en
lugar preferente y sentados en grandes sillones, se encontraban las autoridades
que parecían todas ellas ungidas por un
halo de cierta santimonia. El santón me invitó ceremoniosamente a sentarme en el suelo al lado suyo y en medio de la alfombra que
centraba toda la ceremonia no sin antes presentarme a dos ministros, un par de
califas colegas y otros tantos gobernadores. Mis obligados “salam malekoum” irrumpieron en el
silencio sepulcral del multitudinario recinto religioso. La protocolaria simetría de sus respectivas respuestas,-“malekoum salam”.-, también.
Todo había sido previsto para que mi
llegada teatral adquiriera la máxima
relevancia y notoriedad escenográfica. Comenzaron, acto seguido, una larga retahíla
de salmos e invocaciones. Debo de confesar que la ceremonia, gracias a
Dios, no duró más de una hora. Un joven
fiel, micrófono en ristre, repetía y amplificaba las plegarias casi inaudibles de
un viejo oficiante a no más de dos metros de donde me encontraba con las
piernas penosamente plegadas. Con el fin de olvidar los cada vez más frecuentes calambres que empezaban a atenazar mis
oxidadas articulaciones, me entretuve con la muy socorrida observación sociológica. Y debo mencionar el hecho
singular que entre los varios cientos de fieles allí congregados no encontré a
más de tres o cuatro mujeres: La madre y la madrastra del marabú y alguna más. Notable
el hecho y notables ellas, que sin alcanzar ese grado de excelencia social no
pueden acceder a tan sagrado lugar.
Acabado el ceremonial y tras las obligadas
fotos junto al retrato del difunto califa padre, busqué mis zapatos
religiosamente abandonados a su suerte a la entrada de la mezquita. Encontré el
izquierdo. El derecho apareció varios minutos y bastantes metros después de ser arrastrado por una ingente riada de fieles asistentes y penitentes.
Una vez calzado, el marabú me cogió de la mano. Todas las autoridades que
ya salían disparadas hacia sus cochazos blindados y todo el pueblo llano de esta
aldea perdida, vieron este gesto de un más
que simbólico enlace fraternal. Debo de reconocer por mi parte que desde mi
posición preferente no alcancé a distinguir entre la multitud a ninguna de las autoridades que me habían
asegurado la víspera su segura asistencia a la ceremonia: Al Gobernador de la región, al Presidente del Tribunal Regional
y al Director del Hospital Provincial, entre
otros. Pero me consta que ellos sí me divisaron tal como me lo confirmaron días
después.
Seguimos así, en olor de multitudes,
cogidos de la mano en un paseo triunfal por las atestadas calles de la aldea
que, con todos los respetos y diferencias, me recordó la llegada de Jesús a Jerusalén
el Domingo de Ramos, confiando, eso sí, que la coincidencia de situaciones no
se extendiera también al fatal y muy conocido desenlace de aquellos
acontecimientos que marcaron el nacimiento de una nueva era.
Saludábamos a todos a la
par, a diestra y siniestra, mientras que la chiquillería empezaría vociferar Touba, Touba, (hombre blanco, hombre blanco). Debo de confesar que
de los varios miles de fieles que acudieron a la llamada a la oración del
marabú, era con toda seguridad el único Touba.
Pero el conjunto de los acontecimientos me sorprendieron tanto que aun
pienso como sucesos así pueden todavía ser
vividos en pleno siglo XXI.
La inercia del efecto de nuestro entrelace
de manos me lleva también a recordar que durante un buen rato después de habernos
desenganchado, media umma, media congregación
de fieles musulmanes y romeros se me acercarían respetuosamente a dar la mano al Touba-hermano-del-marabú
en un acto de confraternización
callejera repartidos entre la curiosidad
por mi singular condición de foráneo y
la búsqueda de cierta notoriedad popular, de la que de aquella puedo confesar
que forma parte esencial de mis aficiones viajeras y de esta solo puedo añadir no estar en absoluto
familiarizado.
Mientras pensaba que solo me faltaba por oír el ensordecedor ruido de las odiosas
trompetillas futboleras, juntos, y todavía cogidos de la mano, visitamos un par de casas de los notables, en donde
sendos ancianos me bendijeron tras leerme las manos
ceremoniosamente, en un acto no exento de riesgo tal era la aglomeración que,
arropándonos profusa y apasionadamente, no quería perderse detalle de tan docta
lectura.
Finalmente llegamos al patio de su
casa y nos colocamos sobre dos alfombras dispuestas a tal efecto. Nos
trajeron dos sillas, pero el marabú ni tan siquiera se sentó dejándome solo en
tan privilegiada posición frente a sus
numerosísimos invitados. La pequeña Sokhna Aminata, con el cabello profusamente
engalanado de perlas rosas, estratégicamente emplazada, no separaría, durante toda la ceremonia, la inocencia casi terminal de sus escasos diez años ni tan
siquiera medio palmo de mí.
Comenzaría allí un larguísimo festejo
litúrgico que no paró hasta la llegada
de las primeras luces del amanecer. Tambores, bailarines, orquesta y coro de
santones. Todo muy islámico, muy casto, muy religioso. Muchos velos y poca espontaneidad
tópica de lo que consideramos la ritualidad africana más asilvestrada. Lo
siento. Aunque confieso que la
esporádica irrupción de alguna que otra jovencita impropiamente descocada y sus casi
procaces ademanes, bamboleantes encantos y sugerentes hechuras me devolverían fugazmente a los innegables peligros
que ofrece el siglo de la globalización.
Mientras tanto el marabú, al igual que por la mañana, no paraba de repartir
bendiciones y recibir ofrendas y contraprestaciones sin fin, para luego, tras
sumergirlas previamente en su inmenso
sayón, repartirlas generosamente entre los muchos necesitados de su propia umma.
Tras varias horas de permanecer religiosamente
sentados en el suelo, mi anfitrión y aun sin haber podido hablar tranquilamente
con él, se apiadó de mi y con un
cariñoso “debes de estar adolorido, no estás acostumbrado a esta postura”, me
permitió que me retirara.”Charlaremos mañana”. Manguidem. Nos vemos pronto.
Pero en el interminable transcurrir del acontecimiento
religioso, nadie, ni tan siquiera el muy
ocupado santón, había interrumpido el cansino ritmo de los salmos y había
pensado en asignarme aposento alguno para pernoctar. Su secretario y buen amigo
mío había a su vez desaparecido devorado
por la piadosa multitud.
Ante tal tesitura podría haber cogido el coche y marcharme por las dos
horas nocturnas de pista polvorienta que
me separaban del hotel más cercano. Pero,
de haberlo hecho, no hubiese culminado del todo mi delicada misión; por lo que tuve que improvisar un tanto. La cuestión
devino ardua puesto que había varios miles de fieles que desbordaban con creces
la capacidad de acogida de estas hospitalarias gentes y de su pequeña aldea. Cada
uno se buscaba un precario acomodo nocturno. Ya sea bajo los muy patriarcales arboles de la plaza o en los tremendamente
cotizados patios de las casas. Incluso cientos
de peregrinos se subían a los techos de los autobuses para pasar buenamente la
noche ahí arriba al resguardo de las muchas eventualidades que pudiera ofrecer la acechante noche subsahariana. Cada uno se
buscaba la vida como mejor podía. La ley de la selva estuvo a punto de hacer su
aparición.
Afortunadamente una buena samaritana se apiadó de mi aparente indefensión de lejano peregrino dejándome un colchón, cuya descripción,- por motivos
puramente estéticos y diplomáticos-, prefiero omitir. Más tarde, otra mujer,
quiero creer que del entorno del marabú, apareció con un impecable juego de sábanas marrones que iluminaron la noche con sus dibujos cuajados
de enormes margaritas blancas.
El lecho en cuestión y sus floridos
embozos fueron muy bien recibidos, y ahora
pienso que no solo por mí. Y de aquella manera extendí el colchón y sus
floreadas sabanas en medio de la inmensidad de la noche africana, allí mismo, al
raso. Y así pasé la noche, en medio de aquella perdida aldea del Sahel africano,-
ese inmenso y tórrido territorio que ni es desierto, ni es selva-, rodeado de
unas cuantas docenas de peregrinos que,
como yo, buscaban el merecido descanso a tan polvoriento peregrinar bajo un
cielo más amenazante que estrellado, pensando sosegadamente que, estando tan sumamente
bien acompañado cualquier alimaña se hartaría con el inmenso festín que
encontraría en su camino antes de prestarme
atención e interrumpir mi merecido descanso.
Quien no conozca África debo de decir que su impronta es absolutamente omnipresente. Tanto de día como de noche. Y ahí
pude comprobar que efectivamente a pesar del sueño que me embargaba no perdí la
noción de mi exacta ubicación: Estaba en África, no cabía duda; porque primero, con cierta timidez, pero,
luego de forma más descarada, aparecieron en la negrura varias oscuras figuras
que quisieron comprobar si mi privilegiado campamento de fortuna estaba también
sujeto a las normas de la generosa hospitalidad y solidaridad- la teranga- que imperan tradicionalmente por estos vastos territorios del occidente africano. Unos comenzaron
primero reposando las cabezas, otros los
pies, uno más tarde incluso medio cuerpo; total que poco a poco mi precario tálamo
personal devino colectivo llegando en mi
duermevela incluso a emular aquel cuadro
paradigmático del romanticismo francés,- “La balsa de la Medusa”, de Gericault-,
en donde se representa magistralmente los restos de un naufragio de un barco
esclavista, acontecido precisamente frente a las costas senegalesas a comienzos
del siglo XIX, en el cual, a la sazón negros y blancos supervivientes se aferraban por igual a su precaria tabla de salvación.
Bien entrada la noche, en vez de por fin
lograr la culminación de ese mito sicalíptico de todo Touba que se precie de ser plácidamente abanicado por una sugerente
nativa de ébano, una más que muy considerable, carnosa y jadeante “mamie africaine” intentó una maniobra de aproximación a nuestra
patera colectiva, o, más bien, colectivizada, en busca de una añorada solidaridad
local. Intuyendo la buena mujer que la segunda ley de Newton le garantizaba por
diferencia de masas una posición aventajada, puso un pie y media de su nada
discreta asentadera dispuesta a
conquistar el reducidísimo espacio de intimidad que aun quedaba en el atiborrado
lecho compartido, no quedándome por lo tanto más remedio que realizar un brusco
cambio de posición a la que mis compañeros periféricos de infortunio respondieron sublevándose al unísono e impidiendo así
que la abultada matrona alcanzara a ser titular
de derechos de usufructo o cualquier
otro status de privilegio a costa del mío y del que ya hacía
horas habían consolidado también mis discretos compañeros de “naufragio”.
Con la llegada de las primeras luces del
alba, los tambores y los salmos
religiosos se fueron apaciguando y poco a poco permitieron a los náufragos de
esta patera noctámbula conciliar un tan ligero como anhelado sueño, una vez recobrado
el silencio y sustituidos los cánticos por el croar de las enormes rapaces que,
hambrientas, poblaban aquel entreverado amanecer
africano.
Ya por la mañana me quedé con ganas de agradecer
a la organización de la romería que nunca fuera desbordada por la presión de tan
peregrinos avatares. Simplemente quizás porque no llegué nunca a ver atisbo alguno de tal organización. Tampoco quiero entrar en
nimios detalles escatológicos sobre las condiciones higiénico-sanitarias del
evento en donde una tranquila aldea se vio invadida por varios miles de devotos
romeros y sus muy humanas necesidades que acudían en masa a la llamada de nuestro amigo el marabú. Aun
así, debo decir que me sorprendió, dentro de la absoluta precariedad de medios,
la enorme dignidad de este pueblo muy superior, y ello no me cabe la menor duda, a la de otros pueblos del llamado Primer
Mundo cuando excepcionalmente se ven sometidos a tal estado de vulnerable desafección.
Mucho más tarde, aliviada mi blanca humanidad de los restos de la hospitalidad africana recibida, y en un denodado esfuerzo por volver a hablar con el santón en privado, pude finalmente ser recibido en
sus aposentos: Se encontraba tumbado en
su cama y como buen anfitrión fui invitado a hacer lo mismo. Hecho que para
nada es analizable con nuestros ojos occidentales como si se tratara de un
escenario marital, procreativo o para el simple y solaz esparcimiento, sino que
en estas latitudes compartir lecho para conversar alcanza una altísima
consideración protocolaria y social.
Una vez los dos cómodamente instalados en su
lecho, con voz tan firme como vehemente, el líder religioso fue expulsando uno a uno a todos los fieles y
admiradoras que a docenas querían
compartir, como yo, mi condición de huésped de honor, su lecho,
nuestras confidencias y quién sabe si
hasta otras cosas…
Fue breve, pero finalmente acabé besando al
santo. Custodiado todavía por la
intimidad de tan solo media docena de
personas de su irreductible y más cercano entorno que se resistieron a dejarnos solos, pude hablar lo que necesitaba con él y entregarle
simbólicamente el regalo que constituía mi tan singular como humanitaria misión. Pensé que era una verdadera lástima que fuese el único testigo “touba” en
poder vivir estos inolvidables momentos.
Y bien sabe Dios que no lo digo en absoluto por la noche peregrina y tan toledana
como africana; ni tan siquiera por el
inolvidable Chebou-Yiap, que ningún
débil estomago blanco tuvo la ocasión de
disfrutar y compartir conmigo.
Bendecido y otra vez escoltado por miembros mandinga de la
gendarmería pude salir con bien de la multitudinaria
peregrinación y regresar a mi lejano hotel para recuperarme, con los escasos privilegios que dicha instalación ofrecía, de tantas emociones y vivencias inenarrables. Manguidem santón.
Desde Senegal con 48º, a 11 de julio de 2010.
N.B. Me acaban de comunicar que este año me
toca volver a peregrinar y ver a mi amigo el marabú. Ya os contaré. Inshalá.
Fernando Diago
Aprendiz viajero
Esto que nos cuentas es toda una aventura, una experiencia nada común ni normal.
ResponderEliminarA pesar de la solemnidad de dichos actos no he podido evitar reírme en algún momento según lo describes. Esa “Balsa de la Medusa” debió ser estremecedora.
Debe ser todo un acontecimiento que un acto de estos reúna a tantas personas en una pequeña y tranquila aldea.
Que costumbres tan diferentes a las que nosotros tenemos.
Me alegro que después de todo cumplieras con el objetivo de tu viaje.
Una interesante experiencia esta peregrinación Senegalesa. Me ha encantado leer todo lo que nos cuentas sobre este destino diferente a lo que estamos acostumbrados. La verdad es que muchas veces por desconocimiento nos perdemos conocer sitios y costumbres como estas.
ResponderEliminarSaludos.
Lo que uno aprende viajando , desde luego que costumbres tan diferentes , gracías por este artículo sabemos un poco más de Senegal .
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